La vida privada de nuestros políticos no debiera importarnos un comino. La sociedad balear, celosa de la propia intimidad, es capaz de observar y olvidar todo aquello que se refiere a la privacidad de personajes populares y famosos de toda índole, como demuestra la circunstancia de que en Mallorca haya sido siempre un hecho conocido la agitada vida sentimental del rey emérito, sin que ello escandalizara ni provocase reacción social alguna. Se sabía y punto.
También nuestra presidenta tiene derecho a su vida privada, faltaría más, y, desde luego, desde que ocupa el cargo nada de ésta ha sido objeto de debate en la calle pese a que, como suele decirse coloquialmente, aquí nos conocemos todos.
Pero el episodio del pasado 7 de octubre en el Hat Bar escapa de ese esquema. Con quién tome copas la presidenta, dónde y a qué hora no deja de ser algo intrascendente para su desempeño institucional, hasta que se convierte en un desafío a las propias normas que, desde el púlpito parlamentario y en ese tono admonitivo tan suyo, Francina Armengol nos ha ido desgranando para que nos sintiésemos culpables e insolidarios si se nos ocurría organizar una cena privada para once personas. Francina ha caído en su propia trampa y, como el cazador de osos atrapado en el cepo que había camuflado entre la hojarasca, se revuelve contra su misma insensatez y su mala suerte.
Porque, esa es otra, probablemente jamás hubiéramos conocido que Armengol estaba en un bar de copas a las dos de la madrugada con sus amigos si el citado local no hubiera molestado a los vecinos con el jolgorio. Quiso la fortuna que, en un auténtico milagro -que aparezca la policía local de Hila cuando se la llama es un prodigio milagroso- los agentes policiales encontrasen el bar abierto y, supuestamente en la puerta, a la presidenta del Govern, a un miembro de su gabinete "indispuesto" y al conseller Marc Pons.
Pero lo peor no es haber pillado a Francina con el carrito de los helados, sino el espectáculo dado por todo su entorno para tratar de ocultar la hipocresía galopante de los miembros del Govern.
Primero, se impuso la omertá, fracasada cuando el diario más afín al ejecutivo destapó el suceso. Luego, como en el caso de Ábalos y su affaire con la ministra venezolana, han comenzado las mentiras amañadas y las historias rocambolescas. Creen realmente que somos todos imbéciles y que nos tragaremos cualquier milonga con solo culpar de la difusión de la historia al enemigo sempiterno de la progresía que, por lo visto, se oculta en los rincones más insospechados: por supuesto, el fascismo.
Pero ni siquiera con la peor y más abyecta oposición del mundo sería posible convertir las dos de la madrugada en "alrededor de la una" como pretende ahora el aparato de propaganda del Govern. Ni con Iván Redondo o Tezanos se arregla este roto.
Aunque lo más nauseabundo del asunto estaba aun por aparecer. El jefe de la policía local de Palma, José Luis Carque, el mismo que hace solo diez meses anunció que iba a recuperar la ilusión del cuerpo, actuando cual comisario político socialista al uso, envió al día siguiente una instrucción de servicio a los agentes para que se cuidasen muy mucho de difundir la historieta de Armengol y su querencia por las copas a altas horas de la madrugada vulnerando las normas que ella misma nos impuso. ¿Hubiera hecho lo mismo si el desalojado fuera un político de la oposición o cualquier otro personaje conocido? Respóndanse ustedes mismos.
La policía local de Palma acumula, en los últimos años, suficiente mugre en los rincones como para que ahora, además, debamos descubrir que actúa al dictado de la clase política dirigente para tapar sus vergüenzas. La sombra de Hila o de cualquier otro capitoste del partido se adivina fácilmente.
Carque, a esta hora, debiera haber dimitido por contribuir a sumergir todavía más la imagen del cuerpo que pomposamente pretendía regenerar. Y, si no, debiera ser cesado fulminantemente, al menos, por su escasa maña para camuflar el encubrimiento del desliz presidencial. Hernández y Fernández no hubieran sido tan torpes de dejar pistas escritas de sus amaños.
Y, en cuanto a Francina, la dimisión sería también la única salida digna y coherente, razón suficiente para pensar que ni siquiera se lo planteará.





