Me cuenta Emilio Pérez de Rozas que Ernesto Valverde es un hombre que vive al margen de la parafernalia que, cada vez con mayor frecuencia, pervierte la esencia del fútbol. Salvo las puramente obligadas no acude a las fiestas o presentaciones del club que puede eludir, no se hace fotos con directivos, atiende a los medios de comunicación un día a la semana, no participa de la selección de los jugadores que tienen o no tienen que comparecer, ni presta atención a sus actividades fuera de partidos y entrenamientos. Evita una vida demasiado pública en Barcelona, es hombre hogareño que apenas aparece en restaurantes, cafeterías o lugares de moda. El resumen que define a un tipo de hombre humilde, discreto y cabal que, ciertamente, abunda poco.
Siento envidia sana de este planteamiento y me río de la política del Mallorca en relación a sus baremos de seguidores en Instagram u otras redes sociales, supongo que como contraposición a los pocos que acuden a Son Moix, por mucho que se inflen las cifras ya fuera de control de la LFP. Y no me hace la menor gracia la distribución de vídeos a través de los mismos soportes, con futbolistas dedicados a hacer el payaso delante de una cámara, cantar villancicos, disfrazarse de Papá Noel o cualquier otra chorrada y lucir cualidades incluso más penosas que las que, ocasionalmente, muestran sobre el terreno de juego porque, créanme, una cosa es hacer gracia para generar simpatía y la otra no tenerla ni donde salva sea la parte.
Ya decía mi padre que no es lo mismo nacer con estrella que hacerlo estrellado. Tampoco lo es ser gracioso que hacer reir, sobre todo si uno no sabe reírse de si mismo. Javier Clemente acuñó la frase de que “quien quiera espectáculo, que vaya al circo”, muy diferente que convertir el fútbol en una carpa con sus clowns y trileros. Fútbol es fútbol. O debería.






