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Genocida, una palabra que acabará como la de fascista

El pasado viernes, poco antes de la media noche, regresaba a mi casa caminando por una calle del centro de Palma. Un individuo se asomó a una ventana y gritó a mi paso: “Barquero, defensor del genocidio”. Yo llevaba puestos unos cascos porque iba escuchando un podcast, así que tuve que asegurarme preguntando a otros viandantes que circulaban cerca si había oído bien. Todos me confirmaron el improperio, incluso uno (curiosamente de origen magrebí) me señaló entre amable y sorprendido la ventana de un segundo piso. Retrocedí unos pasos para pedir al sujeto vociferante que bajara un momento a la calle para mantener una breve charla sobre derecho internacional, y poder contrastar conocimientos y opiniones. Se hizo el silencio en la calle. Le insistí para que al menos se volviera a asomar y así saludarnos en persona, pero nada. Continué mi camino pensativo, tratando de entender cómo un ciudadano tan valiente podía estar a esas horas de la noche tan tranquilo en su casa, insultando a otro vecino desde su balcón, en lugar de embarcado en una flotilla de intrépidos activistas.

Llevo más de dos décadas colaborando en medios de comunicación. Va para un millar de artículos de opinión y centenares de intervenciones en radio y televisión. En general, no creo que me haya escondido demasiado a la hora de analizar asuntos polémicos. Siempre he tratado de hacerlo desde los argumentos y el respeto, pero uno asume que hay temas que son terreno propicio para el fanatismo. Es cuando llegan las descalificaciones personales y las amenazas anónimas utilizando las redes sociales. Quizá alguna mirada torva… lo normal, vamos. Sin embargo, he de reconocer que nunca en veinte años me habían insultado a gritos por la calle por una opinión expresada en un medio de comunicación. Me parece un indicio claro, otro más, del lodazal civil en el que nos ha metido el sanchismo, asumiendo una estrategia de polarización propia de la extrema izquierda, y que tanto ayuda al crecimiento de la extrema derecha.

Este es el marco que el PSOE y sus terminales autonómicas han establecido en el debate sobre la guerra en Gaza. Si uno opina que el gobierno israelí está cometiendo crímenes de guerra y de lesa humanidad, lo que en realidad está haciendo es defender un genocidio. Es la conclusión grosera que uno esperaría recibir desde Bildu, Podemos, Sumar o la CUP. Que el sanchismo normalice o, peor aún, aliente esos parámetros morales en la conversación pública, dinamita la convivencia y la posibilidad de un diálogo sereno entre esa gran mayoría de ciudadanos que aborrecemos los extremismos.

Llegados a este punto, la cosa está así: dos personas condenadas por pertenecer a ETA, un asistente a un funeral de un líder de Hamas y un radical islámico que se retira de la flotilla porque ha visto ondear en los barcos banderas LGTBI, son considerados pacifistas ejemplares. Los que pensamos que bombardear indiscriminadamente a la población civil es un crimen horrible que merece el máximo castigo previsto en nuestro Código Penal, o sea, la prisión permanente revisable, somos genocidas.

La primera vez que me llamaron “facha” tenia once años. Volvía a mi casa desde el colegio, en Vitoria, y mi crimen consistió en vestir una camiseta con una pequeña imagen del Naranjito, la mascota del Mundial 82. La segunda vez tenía diecisiete, y asistía a una concentración silenciosa de Gesto por la Paz convocada en mi campus universitario al día siguiente de un atentado de ETA. Eramos cuatro gatos, pero un miembro de Jarrai, la organización juvenil filoetarra, se me acercó al acabar y me apuntó con el dedo índice en la cara haciendo ademán de apretar un gatillo. Sonrió y me llamó fascista. Años después reconocí su cara en un telediario, juzgado en la Audiencia Nacional por el asesinato de un policía. Lo que siento desde entonces cuando me llaman “facha" es lo mismo que me produce hoy que me llamen “genocida", una palabra que la izquierda sectaria e intolerante también terminará por vaciar de contenido. Al tiempo.

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