Cualquiera podría creer que las primarias Populares en Baleares o las Socialistas en toda España orientan el contenido de esta reflexión, pero el debate interno en ambas formaciones debe seguirse con atención, pero sin inmiscuirse en el terreno limitado a la militancia, que son los que dirimirán el resultado y sus consecuencias electorales.
Las víctimas del último atentado en Londres, a mediados de semana, no son solo los cuatro fallecidos y cuarenta heridos en los aledaños del Parlamento de Westminster, sino una sociedad occidental amenazada por el genocidio y que se enfrenta con pavor a la pérdida de los valores que ha conquistado con esfuerzo y perseverancia desde hace décadas.
Aunque en el último medio siglo se han registrado en el mundo más de 150.000 ataques terroristas, de un tiempo a esta parte el incremento en el número, extensión y proximidad de los que han trascendido, han llenado de inquietud al mundo libre, que no se siente a salvo en ningún refugio. Según los datos de la Global Terrorism Database (GTD), desde 2012 ha habido un fuerte aumento de las muertes por ataques terroristas en todo el mundo. Sin embargo, en Europa occidental la cantidad de fallecimientos por este motivo ha disminuido desde principios de los noventa. De hecho, hace dos años creció casi al doble respecto del ejercicio precedente el número de atentados con víctimas, hasta superar los 32.000, concentrándose especialmente en cinco países: Afganistán, Irak, Nigeria, Pakistán y Siria. Más de la mitad llevaban la firma de los fundamentalistas islámicos. Mientras tanto, a pesar de la enorme conmoción que acarrea cualquier suceso de esta naturaleza, Europa sigue muy lejos de convertirse en un escenario equiparable a los citados, porque ningún Estado de la Unión está entre los 25 países con más víctimas mortales por el terror armado, con España en la posición 65 del ranquin, dado que no se han registrado víctimas mortales desde el último atentado de ETA, en julio de 2009. A pesar de todo, el viejo continente se sobrecoge a golpe de noticia de alcance y se sacuden los cimientos de la convivencia cada vez que un luctuoso teletipo asalta nuestros hogares.
Este macabro relato aún es más aterrador ante el viraje que los asesinos han emprendido para colocar a la población civil en el ojo de su mirilla, con el fin de provocar el pánico generalizado gracias a iniciativas cada vez más sofisticadas y letales; sin olvidar el concurso involuntario de los medios de comunicación que, ansiosos de rendir tributo al derecho a la información, facilitan la campaña propagandística de quienes solo pretenden subvertir nuestro estilo de vida.
Somos incapaces de prever cómo y dónde volverán a quebrar nuestra tranquilidad, ni cuáles serán los efectos que provocará la escalada de terror con la que el yihadismo siembra de incertidumbre nuestras vidas. Tampoco sabemos de qué modo paliar o minimizar el azote de quienes encuentran su liberación en el suicidio y el asesinato, pero no serán las propuestas de quienes quieren cosechar en el campo abonado del miedo las que solventen la papeleta. Siquiera las barreras geográficas o fronterizas evitarán que el goteo de muerte y destrucción siga minando nuestra tranquilidad, pues el artífice de la última masacre, cuyo nombre no merece ocupar hueco en este espacio, era un británico de mediana edad. Un ciudadano convencional, como tantos otros que nos rodean a diario, sin que esta realidad nos deba impedir continuar disfrutando del valor de la libertad, mientras mantengamos la firmeza en la defensa de los derechos humanos y antes de que la ultraderecha o cualquier otro indeseable nos pongan de rodillas.