Hal Hartley, el director 'indie' más fascinante

Entre mediados y finales de los años ochenta surgió en Estados Unidos una nueva generación de cineastas jóvenes de gran valía, entre los que se encontraban Jim Jarmusch, Spike Lee, los hermanos Coen, Steven Soderbergh, Gus Van Sant o Hal Hartley.

En un primer momento, se les puso el calificativo de directores 'indies', por estar alejados de los grandes estudios y por su vinculación en mayor o menor medida con el denominado cine independiente norteamericano, cuyo «padre» había sido John Cassavetes en los años sesenta.

Todos ellos eran bastante distintos estilísticamente, pero tenían en común su originalidad a la hora de escribir y de contar sus respectivas historias, que, además, solían estar protagonizadas casi siempre por 'outsiders', por perdedores —al menos aparentemente— o por personas poco convencionales.

Con el tiempo, Soderbergh, Lee o Ethan y Joel Coen acabarían trabajando y triunfando también en Hollywood —de hecho, cada uno tiene como mínimo un Oscar en sus vitrinas—, con Van Sant a la zaga, mientras que Jarmusch y Hartley no llegarían a alcanzar nunca esas mismas cotas de éxito.

Aun así, también es cierto que las primeras películas de Hartley tuvieron muy buena acogida tanto en su país como en Europa, incluida también España. Recuerdo haber visto en aquel momento La increíble verdad, Trust (Confía en mí), Simple men o Amateur, que me fascinaron por completo.

En cierto modo, podríamos decir que las cuatro eran comedias románticas, ya que cada una de ellas contaba con una potente historia de amor y también con numerosos y brillantes elementos humorísticos, a menudo bastante próximos al surrealismo, aunque al mismo tiempo había también en esos filmes detalles propios del cine de intriga y de los melodramas, una circunstancia que contribuía a hacerlos aún más atractivos.

La mezcla de géneros era ya por aquel entonces una de las señas de identidad del cine de Hartley, junto con la elección de personajes un poco al margen de la sociedad para protagonizar sus duales historias de amor y desamor, como por ejemplo un exconvicto que trabajaba como mecánico y una adolescente apocalíptica que había sido admitida en Harvard, o un técnico misántropo en paro y una joven soñadora que había sido abandonada por su novio tras haber quedado embarazada.

Visual y argumentalmente, aquellas primeras películas de Hartley tenían también mucho del encanto y la ligereza de los filmes iniciales del gran Jean-Luc Godard, un director al que, por cierto, él admiraba muy especialmente.

Pese a la innegable —y positiva— influencia fílmica de Godard sobre Hartley, este tuvo desde el principio una voz propia, que se hacía aún más evidente cuando nos mostraba su particular visión del microcosmos local en el que había nacido y crecido: la isla neoyorkina de Long Island.

Para Hartley, Long Island vendría a ser casi como lo que Manhattan había supuesto para el maestro Woody Allen, es decir, un escenario que era mucho más que un escenario, pues de algún modo nos ayudaba a entender un poco mejor la manera de ser, los anhelos más íntimos y los problemas cotidianos de muchos de los primeros personajes hartleynianos.

Otro hecho que de alguna manera vinculaba también entonces a Hartley y a Allen era que tanto uno como otro solían contar a menudo con los mismos actores y actrices en muchos de sus sucesivos proyectos. En el caso de Hartley, podríamos citar a Robert John Burke, la malograda Adrienne Shelly, Martin Donovan, Edie Falco, Bill Sage o Parker Posey, si bien en alguna ocasión llegó a rodar también con estrellas de la talla de Isabelle Huppert o, posteriormente, de Jeff Goldblum.

La filmografía de Hartley se iría ampliando con nuevos y valiosos títulos entre la segunda mitad de los años noventa y los primeros años del nuevo siglo, con obras como Flirt, Henry Fool, The Girl from Monday o Fay Grim, que, por desgracia, tendrían mucha menor aceptación por parte del público y de la crítica.

A partir de entonces, le empezó a resultar cada vez más difícil poder encontrar financiación para posibles futuros proyectos, mientras que, al mismo tiempo, muchos de sus fans de primera hora dejaron de interesarse de manera paulatina por su cine o se fueron olvidando poco a poco de él.  No ayudó tampoco que fuera casi imposible poder hallar sus películas en DVD o, como mínimo, visionarlas en alguna de las grandes plataformas televisivas.

Eso explicaría, al menos en parte, por qué entre 2006 y 2015 sólo pudo filmar un mediometraje y un largo,  o por qué han tenido que pasar diez años más para que finalmente pueda ver la luz la nueva película de Hartley, Where to Land, que además ha sido financiada con 'crowdfunding'.

En principio, está previsto que Where to Land se estrene en Nueva York el próximo mes de septiembre. Me gustaría que este filme se estrenase también en España, aunque viendo el actual panorama cinematográfico —y no cinematográfico— en nuestro querido país y también fuera de él, me temo que no va a ser así.

Hartley tiene ahora 65 años, por lo que, muy posiblemente, nos encontremos ante la que podría ser su última película, una película que trata sobre un renombrado director de comedias románticas que, en su vejez, solicita trabajo como ayudante de jardinero en un camposanto y, paralelamente, se reúne con su abogado para redactar su testamento. A partir de ahí, la familia, los amigos y los vecinos de ese director dan por sentado que se está muriendo y por ello se acercan uno tras otro a su apartamento para despedirse de él.

Quienes seguimos siendo fans incondicionales de Hal Hartley no podemos sino celebrar su vuelta a la gran pantalla y que lo haga además con una historia en la que, con buen humor y fina ironía, se reivindica en cierto modo a sí mismo y a todos aquellos directores 'indies' que tan felices nos hicieron, unos directores que por diversas causas no obtuvieron —o dejaron de tener— el reconocimiento que sin duda merecían.

 

 

 

 

 

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