Ahora que está tan de moda que opinadores de todo tipo, la mayoría con escasa o nula formación jurídica, nos sermoneen día sí y día también con las bondades de la Constitución Española de 1978, que la mayoría ni han leído, no voy a dejar pasar la ocasión de decir la mía en este asunto. Más que nada porque empiezo a estar harto.
Es cierto que la Constitución vigente tuvo en su momento una relevancia que va más allá de lo jurídico. Tuvo relevancia porque las libertades que recoge habían sido negadas por casi cuarenta años de tiranía. Tuvo relevancia porque fue fruto del acuerdo de las fuerzas políticas democráticas junto con las fuerzas políticas antidemocráticas que, aunque apenas se las cita, velaron muy de cerca el proceso constituyente. Tuvo relevancia porque dio carpetazo casi definitivo a una de las épocas más negras de la Historia de España. Y tuvo relevancia porque a partir de ella los ciudadanos pudimos ir construyendo con pie firme una democracia que, mal que bien, funciona razonablemente cuando menos en las formas.
Pero lo cierto es que tras 35 años de vigencia, la Constitución Española necesita una revisión en profundidad, una revisión con luz y taquígrafos y no como hasta ahora, que se ha hecho de tapadillo y por la puerta de atrás.
Sí, de tapadillo y por la puerta de atrás porque los mismos que cada mañana se envuelven en la bandera de la España constitucional y te dan la tabarra quieras o no con la Constitución como quien cita una revelación mística, son los mismos que la han modificado hasta en tres ocasiones sin darnos la opción de opinar.
La primera, en 1980 con el archiconocido “café para todos” pilotado por el ínclito y brillante administrativista jacobino D. Eduardo García de Enterría.
Ante el miedo a que el Estado Autonómico (previsto esencialmente para Galicia, Euskadi y Catalunya en tanto disponían antes de la Guerra Civil de un Estatuto) se les fuera de las manos y el Ejército y los “poderes fácticos” se pusieran nerviosos, la solución fue equiparar la Autonomía de Murcia, o de Segovia, con la de Catalunya o Euskadi. Todos iguales en un plazo no superior a cinco años a contar desde 1978. Los militares (aquellos militares) se pusieron nerviosos igual, como todos sabemos.
Cualquiera que sepa un poco de Derecho Constitucional estará de acuerdo, creo yo, en que la Constitución no preveía el “café para todos”, sino que abogaba por un autonomismo asimétrico desde el momento en que la existencia de un parlamento autonómico estaba prevista solo para algunas comunidades, combinando un proceso de descentralización administrativa generalizado junto con uno de descentralización política para aquellos territorios con un sentimiento nacional propio. Por eso la Constitución habla del derecho a la autonomía de las “nacionalidades y regiones”.
La segunda y la tercera reformas fueron más evidentes, porque implicaron no una vulneración de su contenido normativo sino una modificación de su texto.
La segunda fue en 1992 para poder suscribir el Tratado de Maastrich, modificándose el artículo 13.2. Así, los nacionales de Estados de la UE podían votar en las elecciones municipales en España en sus municipios de residencia.
La tercera fue en 2011, para evitar como fuera la llegada de los “hombres de negro” al rescate, modificando el artículo 135, garantizando la estabilidad presupuestaria y la devolución de los intereses de la deuda.
Tras estas tres modificaciones, unas evidentes y otra sibilina, no se ha producido cataclismo natural conocido, ni se han abierto las puertas del infierno. Lo que demuestra que modificar la Constitución no es algo abominable y espantoso, sino posible y, desde luego, necesario.
Es necesario porque tras 35 años cualquier norma exige ser revisada. Es necesario porque la situación de convivencia actual no es, por suerte, la de entonces. En aquella época, la democracia era solo una posibilidad, una opción, amenazada por la multitud de fascistas que aun dominaban amplios espacios del poder y por la presión terrorista de ETA, GRAPO y otros grupúsculos de asesinos que ponían permanentemente en peligro el frágil equilibrio. Hoy, esos fascistas se hacen pasar por demócratas de toda la vida y el terrorismo, parece, no es más que un recuerdo que no olvidaremos.
Y es necesario porque la técnica jurídica de la Constitución es una técnica muy cuestionable, excesivamente ambigua, desproporcionada en algunas cosas, insuficiente en otras, lacónica en algunas materias, torpe en otras… Estos defectos de hoy fueron sus virtudes en 1978. Pero tras 35 años, los defectos que fueron virtudes deben ser subsanados.
Entrar en el detalle de los cambios necesarios sería excesivamente largo incluso para mis artículos.
Pero podemos poner algunos ejemplos.
Creo que el concepto de “indisoluble unidad de la Nación Española” es una reliquia del pasado. Ojo, yo no digo que los que se sienten españoles y sienten que España es su nación hagan mal en defender dicha unidad. Faltaría más. Pero la Nación Española ya era indisoluble en la Constitución de 1812, e incluía a los españoles de ambos hemisferios. Desde luego los de uno de los hemisferios no estaban tan de acuerdo con tal condición metafísica. Y es que indisolubles ya no lo son ni los átomos, y España, más que una Nación, es un Estado en el que coexisten diversas Naciones. Así ha sido históricamente y así es ahora.
Se deben modernizar los mecanismos de coexistencia entre los territorios, huyendo de la dilución por igualación. No sé si debe ser federalismo, confederación u otra fórmula, pero o se cambia la mentalidad apriorística de la indisolubilidad y de la existencia de una única nación o que algunos se preparen para las declaraciones unilaterales de independencia, empezando por la catalana.
Se debe dar la opción a la ciudadanía de decidir el modelo de Estado, en votación separada del resto de la Constitución, como se hizo en Italia. Es el momento de agradecerle al Rey sus desvelos, pero hay que asumir que ahora decidimos todos si queremos seguir con una Monarquía o preferimos una República, que puede ser como en EEUU (un solo Jefe de Estado y de Gobierno) o como en Francia o Alemania ( un Jefe de Estado y un Jefe de Gobierno).
Se debe revisar en profundidad la existencia del Senado y sus funciones. Para ser lo que es hoy, puede desaparecer. Para ser lo que debe ser, debe regularse de forma absolutamente diferente.
Se debe ampliar el capítulo de derechos fundamentales y libertades públicas, dando paso a los derechos sociales, sanitarios y medioambientales, que deben dejar de ser meros principios rectores de la política social y económica.
Y así, la lista podría ser muy larga.
Lo que no han entendido los adalides y voceros de la catástrofe post-revisión o reforma constitucional es que tras la revisión o reforma de una Constitución no viene el vacío sideral ni los jinetes del apocalipsis. Viene una Constitución reformada.
El Derecho es algo vivo. Ni es algo inamovible, ni es algo metafísico o sacro. O el Derecho se mueve al ritmo de la sociedad o pierde “de facto” su vigencia, como se estudia en la Facultad.
Y la Constitución es una norma jurídica. No es una reliquia, ni es la panacea universal, ni la respuesta a todos nuestros problemas y desdichas. Es lo que es, ni más ni menos.
Negarse a la reforma constitucional por miedo a sus consecuencias políticas sería volver atrás, a las Leyes Fundamentales, al poder ejercido de arriba abajo y a creer que los ciudadanos no están preparados para decidir su futuro.





