Algunos oficios merecen, por mi parte, una especial atención. Es el caso de las personas que ejercen el noble arte dedicado a la venta de pescado; estoy hablando, claro, de los pescateros y las pescateras. Me referiré, básicamente, a ellas, a las vendedoras; no por nada, simplemente porque intuyo -sin ningún tipo de valoración estadística (por eso mismo lo intuyo y no lo puedo asegurar)- que son mayoritarias en el ejercicio de su profesión.
Según mi propio criterio, una buena pescatera debe reunir una serie de virtudes que la conviertan, precisamente, en eso, en buena; si a partir de este parámetro la excelencia la visita y llega a alcanzar un grado sublime, mejor que mejor.
Hay que partir, desde luego, de una premisa esencial que, en algunos casos o en muchos, no depende directamente de la vendedora en cuestión sino de sus proveedores habituales: la calidad indiscutible de su mercancía, es decir, el carácter fresco de la materia prima, en este caso el pescado. Si este supuesto no se cumple las demás proposiciones se van, directamente, al garete; sin más.
Una vez que la lozanía del género deviene incuestionable, intervienen ya la eficacia, la honradez y la moralidad de la propia pescatera. Una de las condiciones esenciales que se necesitan en el momento de cumplir sus obligaciones para con el cliente es la de no intentar engañarlo. Pueden caber dos posibilidades, aunque teniendo en cuenta que el material expuesto sea de excelente calidad, sólo restaría una hipótesis: la del fraude en el peso; aquello de añadir más producto del solicitado por el comprador, o incluso la posibilidad de manipular el sistema de pesas, cosa que debo creer que, hoy en día, ya está superado. Y si no lo estuviera, tampoco nos enteraríamos. Así pues el cliente tiene que aportar una base de la llamada confianza ciega. Yo nunca he dudado.
Otro ingrediente indispensable para obtener el título de buena pescatera es el de la urbanidad y la decencia en los modales y el trato con los parroquianos de turno. Me pongo enfermo cuando oigo a vendedoras que se dirigen a los consumidores como si fueran niños de leche. Las voces de “rey”, “reina”, “guapo/a” y sobre todo el criminal vocablo “cariño” deberían ser contundentemente apartadas del intercambio comercial entre personas educadas y moralmente intachables. La amabilidad nunca tendría que estar reñida con el respeto, y atosigar a los posibles clientes a grito pelado y con familiaridades rotundamente excesivas no es de recibo.
Finalmente, en el caso de que el comprador venga con los deberes hechos, es decir, sabiendo lo que quiere, no parece positivo insistir en que adquiera otras piezas no previstas. No me parecen incorrectas algunas sugerencias debidas a la existencia de algún pescado infrecuente, algo especial, pero sí creo que resulta agobiante la pura obstinación en vender más de lo encargado; por sistema.
Reconozco y admiro en gran mesura el trabajo que realizan esas personas que se encargan -previa permuta comercial y pecuniaria, claro- de aumentar nuestro grado de bienestar y, en definitiva, nuestro nivel de felicidad. El pescado es un elemento esencial que ayuda al personal a ser más dichosos en el momento de ser ingerido y también, ¿por qué no?, en el instante de su obtención en la pescatería.
Durante la elaboración de este simple artículo he pensado en dos nombres concretos; el nombre de dos personas reales que, precisamente, reúnen todas las características de la excelencia en su quehacer diario en el terreno que nos compete: Nuri (Mercat de Lesseps, en Barcelona) y Biel (Mercat de Santa Catalina, en Palma.





