La corrupción, a degüello

Si algo estamos aprendiendo desde el retorno de la democracia es que la corrupción no hace prisioneros, bien al contrario, combate sin cuartel cualquier buena obra que una formación política haya llevado a cabo, convirtiéndola en inútil y, como Saturno, acaba devorando a sus propios hijos.

No hace falta que me lo cuente nadie, lo viví bien de cerca cuando, como último presidente del comité local de Palma, tuve que asumir que la buena labor de muchos afiliados y cargos de Unió Mallorquina se iba inevitablemente por el desagüe del retrete por culpa de una corrupción que, aunque estaba concentrada en una docena de nombres y apellidos, acabó contaminando todo lo que el partido hacía, por bueno que fuera, y provocándole una tal infección que lo llevó a la tumba política. Y eso que, a diferencia de los casos del PP o de Convergència, ningún juez imputó jamás nada a UM como partido, ni penal, ni civilmente.

Llevamos ya demasiados años con la cantinela de la financiación irregular, al socaire de la cual unas cuantas docenas de golfos trataron de hacerse ricos. Pero, como sucede en las viejas películas, al final los malos nunca se salen con la suya, aunque a fe mía que lo intentan una y otra vez, de manera que antes o después acaban siendo delatados por sus antiguos compinches, amiguitos del alma que no dudarían en vender a su madre, si fuera preciso, con tal de salvar el pellejo penitenciario.

Primero fue el PSOE y su retahíla de gravísimos casos, destapados desde principios de los 90 hasta su relevo en la Moncloa de 1996, salvo en Andalucía, donde la fiesta continuó. Luego llegó el PP de Aznar, y la mejora de la economía volvió a alimentar a la bestia voraz, que engullía sin parar.

En los últimos años estamos asistiendo al festival judicial que sienta en el banquillo a los adalides de aquel "eje de la prosperidad" -Balears-Comunidad Valenciana-Comunidad de Madrid- que era el orgullo del PP aznarista y postaznarista y que ha dejado perlas en la videoteca que causan sonrojo a todo el mundo menos a sus autores.

Ahora que se está enjuiciando la trama valenciana del PP, el desgaste que presumo que sufren los populares entre el electorado es gigantesco, aunque ellos lo nieguen.

El buen trabajo de renovación que algunos de sus líderes tratan de llevar a cabo -como hace Company en Balears- choca con el negacionismo de una cúpula que, como en casos precedentes, es una rémora insalvable para poder ofrecer una rehabilitada imagen de honestidad a los electores.

Rajoy debiera irse ya a su casa, porque cada día que aguanta en su puesto negando toda relación -siquiera pasiva- con las fechorías de sus excargos merma las expectativas futuras de su propio partido y acrecenta las de sus adversarios, entre los que se cuentan algunos que le disputan descaradamente el espacio político, sin mácula previa. El presidente del PP es, nada más y nada menos, que el responsable político -que no penal- de todos y cada uno de los casos de corrupción y de financiación ilegal destapados en los últimos años, que tienen como protagonistas a muchos de sus alabados referentes autonómicos.

Pretender confiar a la justicia la curación de esta septicemia y, además, quedar indemne ante los españoles es absurdo y solo sirve para dilatar una agonía que se adivina, pero que aún es evitable. Porque un herido grave por infección generalizada puede eventualmente ser salvado por la medicina, pero un cadáver no.

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