Me permito la licencia de plagiar el título de su famosa novela a Mrs. Edith Wharton, pero no para hablarles de la alta sociedad mallorquina de finales del XIX, sino de algo actual, el más que previsible y para mí indeseado colapso de la actividad turística tal y como la hemos conocido desde la aparición de este fenómeno social y hasta hace solo unos pocos años.
En la crónica de su visita a Mallorca en el invierno de 1921, el gran Josep Pla -al que me atrevo a citar con la venia de nuestro querido amigo y primera autoridad planista, Xavier Pericay-, relataba en su obra Les Illes Mediterrànies lo siguiente: “Dejo la maleta en Can Tomeu, y salgo a la calle a vagabundear. Este es el momento más sabroso de las ciudades: cuando son lo suficientemente desconocidas para no contener ningún elemento de monotonía, para hacer el efecto, todas ellas, de novedad”. Nadie ha descrito mejor, a mi juicio, la esencia sobre la que se ha venido sustentando el turismo en el último siglo y medio, es decir, desde su nacimiento como un sport de interés y al alcance únicamente de aventureros de las clases europeas y norteamericanas más acomodadas, hasta su democratización tras la Segunda Guerra Mundial, cuando se universalizaron las vacaciones entre la clase trabajadora. Preciso es señalar, sin embargo, que vacaciones y turismo no van necesariamente unidos.
El turismo no puede existir sin curiosidad, sin esa sorpresa oculta que nos reservaba siempre la visita a cualquier ciudad o país, por más que hubiéramos leído, escuchado o documentado antes del viaje.
Resulta indispensable para la delectación inherente a la actividad turística viajar con ojos y espíritu infantiles, con esa inocencia que nos predispone al gozo por desvelar lo desconocido o diferente. Por eso disfruto en carne propia las andanzas de algunos privilegiados que aún pueden desarrollar un turismo cercano al concepto original, como hace mi buen amigo, colega y experto montañista José Manuel Barquero, que nos regala de tanto en cuando irrepetibles imágenes de cumbres y vistas al alcance de muy pocos mortales, de esas que nos hacen respirar hondo y liberar endorfinas. Seguramente él, que suda y padece los rigores y miedos de cada una de esas increíbles ascensiones, no se verá a sí mismo como un turista, sino como más bien como un deportista del alto nivel, que, obviamente, lo es. Sin embargo, el turista genuino ha de ser necesariamente aventurero, cada uno desde su puesto en el escalafón. A mí en particular, no se me da bien transitar sobre crampones por crestas escarpadas, pero franqueo sin problemas puertas de librerías, almonedas y cafés, portales de templos, taquillas de museos, puentes levadizos de castillos y fortificaciones, sin olvidar el asalto al alba de coloristas mercados de abastos.
Los mallorquines hemos construido, en las últimas seis o siete décadas, un modelo económico, una potente industria, compaginando el descanso vacacional de nuestros vecinos europeos del Norte con la oferta de un suculento producto turístico fundado en las bellezas naturales, paisaje, cultura ancestral, gastronomía y paisanaje de nuestra Isla.
Cierto es que muchos de nuestros visitantes no respondían precisamente al estricto concepto de ‘turista’, pues únicamente buscaban descansar unos días echados al sol sobre la arena y divertirse por la noche en locales cerrados a lomos de bebidas alcohólicas, música, diversas manifestaciones y grados del afecto entre humanos y otros aditamentos. Muchos de ellos, quizás la mayoría, ni siquiera pisaban la vieja ciudad de Palma, ni eran capaces de situar Mallorca en un mapa europeo.
Pero este modelo mixto, que nos ha funcionado razonablemente bien durante décadas, ha entrado en crisis. Las redes sociales han convertido en cotidiano aquello que teníamos reservado a los verdaderos turistas que nos visitaban, que siempre fueron minoría entre la multitud. El fenómeno del Caló des Moro, del Vall de Sóller o del Faro de Formentor son ejemplos de esta desmesura. No es ya que lleguen a Mallorca más viajeros que nunca, por aire y por mar, es que hoy ya no quieren descansar junto al mar, pero tampoco vagabundear como Josep Pla, sino “vivir experiencias”, y además hacerlo aceleradamente -se ha reducido significativamente la duración de las estancias- para tacharnos de la lista y poner rumbo el año que viene a otro destino en el que experimentar cosas diferentes, probablemente masificadas y sin el más mínimo encanto de lo desconocido.
Hemos vivido la edad de la inocencia del turismo mundial, pero entre los indeseables efectos de la globalización está el exterminio de este modelo, que fundaba su sostenibilidad sobre la evidencia de que no todo el mundo quisiera/pudiera visitar los mismos lugares. Toca, pues, reinventarse.