La estupidez gana la partida

Así de entrada, debo pedir disculpas por el hecho de tratar un tema varios meses después de su publicación en los medios de comunicación. El motivo del retraso no es otro que el del lento desarrollo de la digestión derivado de la lectura de la noticia en su momento. Una vez leída la gacetilla, acompañada (en este caso fundalmentalmente) de una vista fotográfica del asunto, me retiré a mis aposentos durante unos dos meses para dedicarme exclusivamente a descuajaringarme de la risa; en acabando la larga sesión de desternillamiento total, me vino como una sensación de pesadumbre y desconsuelo y me volví a encerrar en mis estancias para, esta vez, sollozar y gimotear a lágrima suelta dos meses más. Ahora, en estos momentos, parece que mi vida está recobrando una cierta tranquilidad y ya me veo capaz de relatarles, así por encima, la causa de mis desequilibrios emocionales. Antes que nada, les debo confesar que, ahora sí, soy consciente de que he venido a este mundo a ver como, cada vez más, las bandas de gilipollas aumentan a marchas forzadas.

La foto que ilustraba la ya citada noticia dio la vuelta al mundo: en el último y escarpado tramo del Everest, una enorme hilera de alpinistas espera, pacientemente, el turno para poder avanzar, muy lentamente, camino de la cumbre. Los protagonistas están posicionados sobre un filo de vértigo, como hormiguitas, esperando su momento, su medio minuto, de gloria. A diferencia de las hormigas -tan discretas ellas en su color- los atuendos de los señores de la cola son multicolores, como las serpientes de las vueltas ciclistas. El infinito azul del cielo y un mar sereno de picachos nevados podría ser una buena imagen de lo sublime aunque, en realidad, lo que produce esta visión esperpéntica no es otra cosa que angustia y congoja en la proporción que deseen.

La cosa ocurrió el 23 de mayo del 2019, el día en que 200 aspirantes al fanfarroneo posterior guardaron un buen mazo de horas de cola para acercarse, al fin, a la cima más alta del mundo mundial y echarse una selfie como aquel quien no quiere la cosa. El atasco producido a pocos metros del objetivo fue del carajo: muchísimo más bronco que los embotellamientos de Leganés o Fuenlabrada, cerca del Foro. La senda donde se ubicaba la multitud ataviada con anoraks era angosta y durante la espera hacia la “coronación” era preciso ceder algo de paso a los que bajaban, con el consiguiente peligro. De hecho, una docena de lelos insensatos pagaron con su vida la triste e inexplicable osadía.

Las hordas de los turistas están colapsando las ciudades, los museos, los rincones otrora pintorescos, los buenos restaurantes y todo aquello que se les ponga por delante. Como diría un buen mallorquín: no tenen aturador, vatua Déu! Dentro de muy poco tiempo, los valores más significativos y buscados de la humanidad serán el silencio y la soledad y dichas estimaciones sólo las obtendrán los ricos, los más ricos, los riquísimos.

En nuestra anterior vida, el monte Everest existía únicamente para aquellas personas que reunían méritos suficientes -de tipo físico o bien espiritual- para gozar del increíble efecto que producía el panorama observado, conjuntamente con el preciado silencio y la soledad ambiental y social.

La foto citada, créanme, nos muestra el ridículo más complejo en forma de doscientos cretinos que realizaron una especie de morfología del absurdo y lo grotesco. Pobre gente...! Al menos, los que perdieron la vida de modo tan lamentable no tuvieron la ocasión de verse retratados en las fotos mostradas al mundo.

En casa, sentaditos y leyendo buena literatura ¡se está tan bien...!

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