La Gran Vía

Hace unos meses, el pasado 4 de abril, se cumplieron 110 años del inicio de las obras de construcción de la Gran Vía madrileña. Tras la primera piedra se fueron poniendo luego las siguientes, aunque seguramente ya no con la misma diligencia originaria. Dichas obras se prolongarían algo en el tiempo y no se darían por acabadas hasta el 20 de agosto de 1927, es decir, diecisiete años después de su comienzo.

Aun así, como escribió en cierta ocasión el maestro Manuel de la Fuente en ABC, nadie podría decir si en realidad esas obras llegaron a acabarse de verdad en algún instante, porque «en Madrid nunca se sabe si la botella de las obras está medio empezada o medio por acabar». Poco más o menos, añadiría uno, como ocurre también a veces en Palma con algunos proyectos, como por ejemplo el de la Fachada Marítima.

La última vez que estuve en Madrid, hace ya algún tiempo, me alojé precisamente en un hotel de la Gran Vía. Recuerdo que a mi llegada me sentí feliz y que esa primera noche salí a dar un paseo solitario y melancólico por la zona. En mi Madrid ideal, en el que se entremezclan lo real y lo soñado, estarían El Retiro, el centro histórico, el Paseo de la Castellana, el Museo del Prado y por supuesto también la Gran Vía. Y no estoy pensando ahora sólo en sus magníficas churrerías tradicionales.

Gracias al poder mágico de la evocación y de la memoria literaria, me imaginé a mis admirados Pío Baroja y Azorín paseando también aquella noche por la Gran Vía, hablando de sus cosas, o al gran filósofo José Ortega y Gasset yendo a dar alguna memorable charla. Aquella noche pensé también en los artistas que durante décadas dieron vida a la Gran Vía madrileña, al ser un espacio en el que confluían decenas de cines y de teatros. Y me acordé de que en los años cincuenta y sesenta pasearon igualmente por allí algunas de las más grandes estrellas de Hollywood, que rodaron en nuestro país varias superproducciones de la mano del norteamericano Samuel Bronston. Me hubiera encantado haber podido participar en alguna de esas películas, aunque como yo entonces era un bebé, seguramente habría trabajado sólo como extra.

Muy cerca de la Gran Vía se encontraba también la oficina del detective privado Germán Areta, que abrió sus puertas a mediados de los años setenta aproximadamente. Esto último lo sabemos ahora con certeza porque así nos lo contó hace unos meses el maestro José Luis Garci en su fascinante «El crack cero». Mientras contemplaba la película, me preguntaba qué debió de ser de Areta con el transcurrir de los años, aunque seguramente debió de envejecer con la misma integridad y el mismo escepticismo que siempre le definieron. «Duermo poco, ando mucho y lo que veo no me gusta», solía repetir nuestro admirado detective. Es curioso, pero creo que me pareció verle aquella hoy ya lejana noche que estuve en Madrid, dando también un solitario y melancólico paseo por la Gran Vía.

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