La hora del recreo

Hacía tiempo que no salía a pasear un poco por Palma a media mañana, pero el pasado jueves lo hice, aprovechando que tenía que hacer varias cosas en el centro —mis amigos dicen que hasta cuando paseo soy centrista—. Durante mi paseo, pasé al lado de una escuela de Primaria justo a la hora del recreo matinal, por lo que pude oír ese bullicio inconfundible que, por muchos años que pasen, nunca parece cambiar con el tiempo.

En nuestro país, las leyes educativas van sucediéndose unas a otras casi sin descanso, mientras se modifican también los planes de estudio, en un mundo en el que todo avanza hoy con una gran celeridad y en el que los más pequeños manejan el ordenador o el teléfono móvil con mucha mayor destreza y habilidad que muchos adultos, incluido yo mismo. Pero, por fortuna, la hora del recreo sigue siendo igual que siempre, es decir, la hora del recreo.

La mayor parte de niños y niñas juegan, corren y gritan, sobre todo gritan y corren, en ocasiones sólo por correr, de aquí para allá, sin un por qué ni tampoco un destino fijo o concreto. Algunos pocos, en cambio, se quedan charlando en un pequeño corro o se sientan, solitarios, melancólicos, en un rincón, como si, de alguna manera, pudiera vislumbrarse ya cómo pueden llegar a ser al llegar a la edad adulta.

En la hora del recreo, hay siempre varios profesores vigilando para que nadie se haga daño o intentando evitar que haya peleas. En esos momentos de ocio, se juega normalmente al fútbol o al baloncesto, se reclaman penaltis y se piden faltas personales, que los propios profesores intentan buenamente dilucidar, aunque no dominen del todo el reglamento de ambos deportes.

En mi caso, en el recreo me gustaba jugar al fútbol, siempre como portero. En cada partido intentaba hacer grandes paradones y, al mismo tiempo, comerme mi llonguet de sobrasada o de mortadela. En la infancia suele ser tanta nuestra energía que a veces parece que no nos cansamos nunca de correr y de saltar, incluso cuando vamos con nuestros padres. Con los abuelos, en cambio, siempre solemos comportarnos muy bien, como si fuéramos unos angelitos, aun siendo a veces en el fondo unos «dimonions».

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