La moderación, primera víctima del Procés

La vorágine social en que nos ha metido el Procés a todos los ciudadanos ha provocado una enormidad de daños colaterales, cuyas cicatrices no van a ser fáciles de restañar. Y la moderación es la primera y principal de sus víctimas.

Cierto es que ese periplo de viraje hacia los extremos lo inició la izquierda con la formación de Podemos al hilo del llamado movimiento 15-M, nacido supuestamente de la espontánea indignación de muchos ciudadanos por la llamada "vieja política" y por la corrupción que carcomía las estructuras de los grandes partidos tradicionales, todo ello en el caldo de cultivo perfecto, lo más profundo de la crisis económica.

Es curioso, sin embargo, que para el resto de formaciones de izquierdas Podemos no tenga el aura negativa que ellos mismos atribuyen a los partidos del otro extremo del abanico político, y no deja de resultar curioso ese blanqueo permanente de la extrema izquierda que lleva a cabo el PSOE cuando a sus intereses conviene.

Pero, definitivamente, ha sido el Procés el catalizador más eficiente del extremismo en la política española. Sin el giro de Mas y su exacerbación por parte de verdaderos iluminados como Puigdemont y su lacayo Torra, no pueden explicarse fuerzas como la CUP, ni el crecimiento y radicalización violenta de organizaciones como Arran o las CDR. Pero, sobre todo, sin el Procés no puede explicarse la desaparición casi absoluta del nacionalismo moderado e integrador en Cataluña -el llamado históricamente catalanismo, de origen netamente burgués-, ni el surgimiento y auge en el resto de España de partidos como Vox, de naturaleza meramente reactiva. El postfranquismo -encarnado en figuras como el ya fallecido Blas Piñar- había desaparecido de los parlamentos y ayuntamientos españoles hace ya más de treinta y cinco años, y además, mientras existió, era netamente marginal.

Durante décadas, pues, el ciudadano español se ha movido ideológicamente entre una IU que maquillaba las siglas del PCE, con escasa representación, y el ala derecha del Partido Popular, sin que ninguna de las fuerzas que se encontraban dentro de esos márgenes supusieran peligro alguno para el orden constitucional. Dicho de otra forma, el régimen democrático español se nutrió durante casi cuarenta años de fuerzas reformistas, no rupturistas.

Resulta innegable que ningún gobernante español está libre de errores en sus planteamientos y políticas a la hora de afrontar los problemas generados por la permanente reivindicación de los nacionalismos vasco y catalán, que siempre se pretendían reducir desde la capital a una mera cuestión económica -craso error-, con desprecio de otros factores de cariz más sentimental. Es una evidencia que ha habido mucho de miopía y una dosis ínfima de empatía con la sociedad catalana.

Ahora bien, ninguno de esos errores, transversales en los gobiernos de uno u otro signo, justifica por si solo ni explica mínimamente la radicalización política que los dirigentes independentistas han buscado con ahínco y conseguido sin duda en la última década, primero dividiendo dramáticamente por la mitad la sociedad catalana, y luego provocando el surgimiento de una extrema derecha populista que en España presumíamos hasta hace bien poco de no tener en nuestros parlamentos, a diferencia de lo que ocurre en gran parte de Europa.

El Procés ha apelado a lo más visceral, y por tanto irracional, de los sentimientos de las personas y, claro está, debió de preverse que encendería no solo la llama nacionalista de centenares de miles de catalanes, encaminándolos ciegamente hacia el soberanismo revolucionario en búsqueda de una república imposible e inviable, sino que, por pura mecánica, era de esperar, asimismo, que provocara una virulenta reacción en sentido opuesto, tanto en el interior de Cataluña, como en el resto de España, alimentando un anticatalanismo igualmente irracional larvado en muchos ciudadanos. Es posible que los artífices del Procés buscasen un caos político y la ingobernabilidad del Estado como caldo de cultivo idóneo para que sus quimeras pudieran progresar, pero el resultado se les ha ido completamente de las manos y las víctimas inocentes vamos a ser los ciudadanos ajenos por completo a los extremos. El Procés ha alimentado un monstruo que no sabemos aún cómo vamos a conseguir domesticar.

Mas, Puigdemont y Torra pueden decir sin mentir ni una pizca que son los verdaderos padres de Vox.

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