Luis Riu, el artífice de una de las mejores marcas del alojamiento vacacional, decía que quería estar cerca de sus hoteles, vivir en su mismo entorno, porque, explicaba, si a mí no me gusta estar aquí, ¿cómo les puede gustar a mis clientes? Y tenía razón: si nosotros no estamos a gusto con lo que ofrecemos... Un estudio del que se hacía eco ayer Diario de Mallorca, explica que los jóvenes de Calvià no quieren dedicarse al turismo o, al menos, la proporción de los que desea dedicarse a esta actividad es más baja incluso que la de otros municipios menos turísticos. Esto es, a mi entender, el síntoma de un problema bastante obvio: ¿cómo podemos vender a los demás lo que a nosotros no nos produce especial satisfacción? Y, tal vez, es síntoma de otro problema más profundo. Desde hace ya mucho tiempo existe en Mallorca una acusada incomprensión social, por no decir crítica abierta, respecto del turismo y de sus principales agentes. En cualquier polémica sobre el turismo se desata un río de críticas en contra de esta actividad. Hay que admitir que, por supuesto, en esta como en todas las actividades, se han cometido errores, incluso tropelías, y hay gente sin ningún nivel. Pero ¿es que alguna actividad humana está impoluta? Con esta salvedad, todo lo que son estas islas en lo económico ha venido y sigue viniendo del turismo. Es cierto que hemos pagado un precio ambiental muy alto, pero ¿no ha sido más caro el precio que, por ejemplo, ha pagado el País Vasco por su desarrollo? ¿Es que el bienestar alemán no se ha hecho a fuerza de arrasar la cuenta del Rhur o del Sarre? ¿Es que la periferia de Barcelona, y no digamos la de Tarragona, está menos afectada que nuestras costas? El tema de nuestra actitud general respecto del turismo mercería una reflexión profunda, al menos por puro instinto de supervivencia, dado que nadie es aún hoy capaz de ofrecernos una alternativa económica viable que no sea una ensoñación.





