En muchas películas policíacas clásicas de los años cuarenta y cincuenta la acción solía transcurrir, al menos en parte, en escenarios urbanos nocturnos en donde la presencia de la lluvia o de las calles mojadas se acababa convirtiendo en un elemento más del relato o de la historia que se nos estaba contando.
Ese elemento concreto contribuía a darle a dichas películas el tono entre sombrío y melancólico que buscaban grandes directores como Nicholas Ray, John Huston o Fritz Lang cuando rodaron películas encuadradas en el denominado «cine negro».
Estoy pensando ahora sobre todo en Los sobornados, de Lang, pero también en La jungla del asfalto, de Huston, o en Chicago, años 30, de Ray, entre otras películas.
La lluvia y las calles mojadas solían acompañar la tristeza o la soledad de los personajes protagonistas de muchos de aquellos filmes, en su mayoría agentes de policía o detectives privados solitarios, íntegros y honestos, que solían moverse casi siempre en un entorno más bien algo hostil, ya fuera el de los bajos fondos, el de las altas esferas sociales y políticas o el de los propios compañeros de profesión.
Esos tres ámbitos en apariencia tan distintos solían contar, a ciertos niveles y en determinados casos, con una corrupción prácticamente institucionalizada, una absoluta falta de ética o de escrúpulos morales por parte de sus líderes y una permanente estrategia de simulación y fingimiento ante el resto de la sociedad, poco más o menos quizás como siga ocurriendo también hoy en día en algunos casos.
Para intentar evitar que los «malos» siempre ganen y que todo ello siga siendo siempre así, seguramente en algún momento de nuestras vidas todos —o casi todos— hemos querido ser como esos policías o esos detectives solitarios que descubrimos en las películas de intriga de nuestra infancia.
La mayoría de aquellos personajes cinematográficos eran, en cierta forma, como una isla, una isla desconocida y misteriosa a la que no dejaban que se acercara nadie, salvo, quizás, algún amigo o algún compañero, o, en algunos casos muy especiales, alguna persona desconocida o alguna femme fatale posiblemente tan retraída, doliente y escéptica como ellos.
Lo que era válido entonces en el cine y en la vida, lo sigue siendo también ahora, aunque nuestros tiempos cibernéticos y digitalizados puedan parecer en principio muy distintos a los de los años cuarenta y cincuenta.
Hoy como ayer, en las calles mojadas por la lluvia se refleja siempre durante las horas nocturnas la luz pálida y frágil, y solitaria, de las farolas o de los neones. Esa imagen es bella y evocadora, pero inevitablemente también un poco triste y desolada.
Esa luz pálida y frágil, y a la vez solitaria, es también a veces un fiel reflejo de la luz de nuestras propias almas, de nuestras propias vidas.