Las viejas fotografías

A veces, cuando volvemos a contemplar algunas viejas fotografías del antiguo álbum familiar, es posible que nos preguntemos qué queda de aquel niño o de aquella niña que fuimos hace ya tres, cuatro, cinco o más décadas.

En esas imágenes aparece casi siempre en todos los álbumes un niño o una niña que gatea por el suelo de la sala de estar, o que está apagando las cinco velas de su tarta de cumpleaños, o que ha hecho la Primera Comunión, o que posa con timidez en un parque.

En ocasiones, en otras fotografías esa misma criatura nada con un flotador de colores en la playa, o está jugando en una fiesta familiar, o disfruta de una excursión con sus compañeros y compañeras de clase.

Sabemos perfectamente que ese niño o esa niña que vemos en cada una de las imágenes del álbum fuimos alguna vez nosotros, aunque hoy nos pueda parecer quizás casi increíble que así fuera.

En cambio, seguramente nos resulte mucho más difícil poder saber hoy qué es lo que permanece aún en nuestro interior de aquella criatura o qué es lo que cambió tal vez ya para siempre en su manera de ser, de ver o de entender la vida, ya fuera de forma lenta y progresiva o de forma abrupta e inesperada.

Por ello mismo, es posible que nunca lleguemos a saber con certeza si nuestra melancolía o nuestro optimismo del momento presente, o si nuestra emotividad o nuestro racionalismo de ahora nacieron con nosotros, se configuraron en nuestra infancia o son sobre todo fruto de nuestras vivencias en la edad adulta.

Seguramente, la única certeza que podamos llegar a tener a esta altura de nuestras propias vidas sea que algunos sueños de la infancia no desaparecen nunca del todo y que el tiempo pasa casi siempre para casi todos, ay, muy deprisa.

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