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Llegar tarde a clase

Ahora que va bajando la espuma del tsunami, asoman los verdaderos estragos de la pandemia. Todos vamos confirmando lo que sospechábamos: el número de víctimas por COVID19 que acerca la marea a las costas españolas se acerca más a las 50.000 que a las 27.000 que cuenta el gobierno, no sabemos cómo. Los muertos que resucitan en Moncloa compensan los nuevos decesos, y por ahí ya vamos empatando. Luego llega el Instituto Nacional de Estadística, que de magia no tiene ni idea y solo sabe sumar y restar, y estropea el relato “redondo”.

La cruda realidad exige un esfuerzo suplementario para encontrar elementos positivos entre tanto drama. Lo mejor y lo peor de las personas, y por ende de ciertos colectivos, se conoce en las situaciones excepcionales. Del ejemplo impagable del personal sanitario está casi todo escrito. Finalizados los aplausos diarios, queda el reconocimiento verdadero: más recursos profesionales y mejoras en sus condiciones laborales.

El comportamiento de la sanidad en estos días aciagos admite pocas dudas, pero a otros se les ha caído la máscara. Es difícil ponerse tan estupendo al reflexionar sobre el papel en esta crisis del colectivo encargado del otro gran servicio público esencial en una democracia avanzada: la educación.

En más de media España, las barras de los bares se van a abrir al mismo tiempo que las aulas. Si yo fuera un tuitero y no un columnista de provincias, semejante simpleza bastaría para demostrar en qué tipo de país vivimos. Pero el asunto es un poco más complejo. Porque es cierto que es más fácil servir una caña que dar una tutoría de matemáticas. Sin embargo, desde el punto de vista del interés general, la necesidad de un ciudadano de meterse una tapa de gambas es cualitativamente distinta a la necesidad de formación de nuestros niños y jóvenes. Lo que se pide desde los sindicatos de enseñanza es que no haya riesgos para la salud. Vale.

Hay algunos déspotas que andan criticando por ahí que vivimos en una sociedad blandita, fofa, acomodada a Netflix y al higrogel en casa cada veinte minutos. Pero no es cierto, y hay pruebas de ello. La gente le está echando un par de huevos abarrotando las terrazas y saliendo a correr sin mascarilla como si no hubiera un mañana. Según los sindicatos de enseñanza, entre todos estos no debe haber ni un profesor, por dos motivos: en primer lugar, por el miedo a contagiarse. Y en segundo lugar, porque todos están teletrabajando 24 horas la día.

Sobre el primer motivo no tengo nada que decir, porque el miedo es libre e íntimo, y prefiero no preguntar. Pero lo segundo es falso, y la prueba de ello se encuentra precisamente en la teórica función sindical: mejorar las condiciones laborales de los trabajadores. Si la inmensa mayoría del profesorado se estuviera partiendo el lomo en jornadas interminables, los sindicatos hace tiempo que habrían reclamado la vuelta a las aulas, antes que a los bares.

Existen pocas profesiones más vocacionales que la enseñanza. Lo cual no implica que todos los docentes lo sean por vocación, algo por otra parte imposible. Es evidente que si de algo ha servido una situación tan excepcional como la que hemos vivido los últimos tres meses, ha sido para separar el grano de la paja. Junto a profesores que se han dejado la piel en estas semanas para compensar la falta de recursos, y achicar la brecha digital y cultural de miles de familias, ha habido otros que se han limitado a cumplir estrictamente sus obligaciones laborales, y a veces ni eso amparándose en las carencias del sistema. Como si algún sistema estuviera preparado para tener a los alumnos encerrados en sus casas durante semanas.

Seamos sinceros. Hoy los sindicatos de profesores dan más miedo a los políticos, y a muchos padres, que el sindicato de camioneros de Jimmy Hoffa en la América de Hoover y Al Capone. Es menos peligroso criticar a un científico que se equivocó en sus previsiones sobre esta pandemia que a un mal maestro de escuela. El endiosamiento de los dirigentes de este colectivo nos lleva a leer afirmaciones surrealistas. Una representante de los directores de centros de educación de Infantil y Primaria declara que “es complicado encontrar una solución al tema educativo que vaya bien a todo el mundo”. No, mujer, no. Lo importante y casi lo único es que la solución vaya bien a los niños, que son los receptores de un servicio público esencial que pagamos los contribuyentes a escote. El bienestar de los profesores no está en el mismo plano, como el de los camareros y el personal de la construcción, que también preferirían teletrabajar para no correr riesgos.

Los sindicatos de enseñanza en Baleares están enfadados porque no se ha negociado con ellos una apertura más que tímida de los centros educativos. Querían crear una comisión, supongo que para dejarse explotar unas semanas más trabajando desde casa por whatsapp. Mientras tanto los profesores justos seguirían pagando por los pecadores, o sea, la especialidad sindical. Lo que no admite duda es que se llega tarde a clase, y esta vez no es por culpa de los alumnos.

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