Mayurqa 2100

El debate existente en todo nuestro continente acerca de la progresiva sustitución cultural y religiosa que padecemos da lugar a interpretaciones extremas, a menudo contaminadas por prejuicios.

Dicho esto, lo que resulta indudable es que nuestra civilización encara un problema mayúsculo que a menudo se oculta o se exacerba en función de la ideología de cada cual.

Y, para huir por igual de versiones buenistas y catastrofistas, lo mejor es acudir a los datos.

Europa occidental presenta una tasa de natalidad media de 1,18 hijos por mujer, muy alejada de los 2,11 que se considera el mínimo para asegurar la reposición generacional. Quise contrastar este dato con los que resultan de mi propia familia, de clase media mallorquina y, por tanto, bastante representativa, desde 1902 a la actualidad. Pues bien, en ese caso, es aún peor. Si en la generación de mis abuelos la tasa de natalidad fue de 5 (y eso que mi abuela tuvo nueve hijos, aunque solo 5 llegaron a la edad adulta), en la siguiente -en parte, golpeada por las consecuencias de la Guerra Civil y la posguerra-, la tasa media descendió a un ajustado 2,0, repuntando en pleno baby boom hasta los 2,5 y terminando en la generación actual en un escuálido 0’88 hijos por pareja (o parejas, lo que complica un poco los cálculos), aunque hay que decir que aún podría incrementarse unas pocas décimas debido a la edad de sus miembros más jóvenes. En suma, un panorama desolador.

Esto constituye, materialmente, un suicidio colectivo, especialmente si combinamos este triste dato con el crecimiento poblacional que vivimos y las tasas de natalidad de aquellos que han llegado a nuestro país en los últimos veinticinco años.

En Balears, la mitad de los nacidos lo son hoy de padres extranjeros, pese a que la población total de estos alcanza “solo” el 18,2%, de forma que el 81,8 por ciento restante de los habitantes ha nacido, si no en las Islas, al menos sí en España.

Es decir, mientras los españoles de origen presentamos una tendencia clara a dividirnos por la mitad a cada nueva generación, los extranjeros se duplican, incluso sin necesidad de que lleguen más.

Si tenemos en cuenta, además, que, de entre la población extranjera, los hijos de los magrebíes -esencialmente, ciudadanos de Marruecos- constituyen una cuarta parte del total de los nacidos, el horizonte a final de siglo es el de una abrumadora sustitución de la población actual.

Pero vayamos de lo cuantitativo a lo cualitativo. En los últimos 800 años nuestras islas han formado parte de lo que conocemos como el Occidente cristiano, que evolucionó sobre la base de los valores del humanismo judeocristiano, cristalizado en este siglo en el reconocimiento de los llamados Derechos Universales del hombre, fundamento de nuestra civilización.

Frente a este modelo, la población que más crece en países como España, Francia, Bélgica, el Reino Unido o incluso Alemania proviene de un ámbito cultural y religioso antitético. La fusión es materialmente imposible, y quien la sostenga es que no tiene el más mínimo conocimiento de lo que habla.

El Islam es un compendio de dogmas religiosos y, a la vez, de reglas morales y sociales, a menudo indisociables, basadas en conceptos que en Occidente consideramos inasumibles con relación al papel de la mujer en la sociedad, los derechos humanos de las minorías, la libertad personal o religiosa y reliquias medievales como la llamada “guerra santa” o yihad, que sostiene la parte más radical y consienten el resto de sus fieles.

Podemos aprender a convivir y tolerarnos -como sucede hoy, fundamentalmente, a base de concesiones por nuestra parte-, pero jamás conformaremos una única sociedad, porque los musulmanes no quieren incorporarse a Occidente, sino sustituirnos y suplir nuestra cultura por la suya.

Mientras tanto, nuestras autoridades cogen el rábano por las hojas y contemporizan con una situación que se acerca al punto de no retorno.

A la vista de los datos, parece evidente que el fomento de la natalidad entre la población local debería ser una prioridad total, para que, al menos, el proceso no evolucione de forma exponencial, como sucede ahora. Hay que priorizar a nuestra propia población sobre las eventuales necesidades de los que llegan sin que nadie los haya llamado, el erario no es infinito.

Pero la realidad política es bien distinta. Para la izquierda española, hablar de natalidad es hacerlo del menoscabo del papel social de la mujer, en suma, un concepto “facha”, por usar su propia terminología. Ni hablar del peluquín. No cabe mayor ceguera. Mientras tanto, sus preocupaciones sociales se centran en los derechos de las minorías más estrambóticas, algo totalmente inútil si al final vamos a ser sustituidos por el modelo religioso-social que nos amenaza, para el que los colectivos LGTBIQ, feministas, etc. son directamente delictivos. La izquierda contribuye, pues, a cavar la fosa de nuestra sociedad y sus valores.

El centroderecha anda desorientado, de tan acostumbrado a tomar como verdades inmutables las consignas acuñadas por la izquierda europea, a la que se le ha acabado reconociendo esa patraña de la “superioridad moral”. Liberales y conservadores todavía no se han dado cuenta de la dimensión de la amenaza, o, al menos, no hacen absolutamente nada para evitarla.

Y, para colmo, los únicos que realmente ponen sobre la mesa el problema son las formaciones extremistas, que aciertan a menudo en el diagnóstico, pero se salen de madre cuando hablamos del tratamiento prescrito. Hablar de deportaciones masivas es fácil, otra cosa es que sean posibles y económicamente sostenibles.

Soy especialmente pesimista al respecto. Auguro que en 2100 es muy posible que Aristóteles, San Agustín, la Catedral de Palma, el frit, la sobrasada o la ensaimada sean tan solo referencias etnológicas en la Mayurqa del siglo XXII.

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