Sara

La noticia que les brindo hoy no les hará ni fu ni fa. Casi con toda probabilidad les va a dejar más fríos que un frigo-dedo, o como se llame el invento gélido y desapacible. El domingo pasado, este domingo pasado 31 de marzo del 2019, ha nacido una niña. Ya les he advertido pero ustedes, dale que dale sin enterarse de los avisos a navegantes; ahora van a pensar que esta revelación ni les va ni les viene. Primero por vulgar: cada día nacen millones de niños y niñas en el mundo mundial, cosa que hace que el hecho en sí no tenga que ser para nada remarcable; en segundo lugar, las noticias personales -sobre todo las que proceden de los propios periodistas y su pequeño mundillo atiborrado de ordinarieces- no tienen porque expandirse a sus sufridos lectores que, en principio, no tienen la culpa de nada. Pero vamos, dicho esto, les manifestaré que me da igual que me da lo mismo que a ustedes les guste mi escrito o les importe un pepino o un rábano. La realidad, la pura realidad, es que ha nacido una niña y yo, sí, yo -¿qué passssa?- me he emocionado. No es mía, la niña, ya lo advierto. Ni tan siquiera es parienta, ni próxima ni lejana sino todo lo contrario. Bueno, si hacemos algo de caso a la geometría, lo cierto es que por proximidad la niña se lleva la palma en cuanto a distancias cortas; como la colonia Brumel. Sara -que así se llama la nacida- ha venido al mundo como vecina; más concretamente, vecina de rellano. Vale, sí, claro, para sus padres siempre sera una hija, más que una vecina, pero, para mi menda, Sara pasará a aumentar mi nómina de colindantes. Dicho de otro modo: “he tenido una vecina” y eso, señores, no suele suceder cada día e incluso casi nunca, que es una manera de hablar de aquello tan sobado de la eternidad y tal y cual Pascual. Jamás pensé que la llegada al mundo de una vecina me pudiera emocionar de la manera en que lo ha hecho. Probablemente, la edad ha echado el resto. A mi vergonzosa edad, uno se emociona ante cualquier bobada. A veces, vas por la calle y cuando vas a cruzar un semáforo en verde, éste, de repente, se cambia a rojo y, seguidamente, unas lagrimitas acuden a mis vetustas mejillas como recordándome que -dentro de no mucho tiempo- mi semáforo verde también se tornará rojo y, hala, a tomar pol saco, a “dormir” a la puta casilla de salida (eso, si uno cree, como yo, en la resurrección de los muertos y de todo). Y así, como con lo del semáforo, la emoción invade mi corazón con una periodicidad pavorosa a la par que bastante inútil, todo hay que decirlo. Yo lloro -en lugar de reírme como todo el mundo- cuando alguien va, resbala y se cae de bruces en plena calle. En cambio, me rió a destajo cuando los entierros. Lo paso mal porque los mortales que continúan en acción me miran fatal, pero no puedo hacer nada; es superior a mis fuerzas: me entra el regocijo y solo oigo como se cagan en mis muertos. En fin, no estoy escribiendo para hablar de mi, que bastante pena tengo. ¡Ah!, no les he dicho algo importante: la vecina que he tenido tiene padres; no faltaría más... como debe ser. Y, para más inri, resulta que estos padres son vecinos míos. Y son buena gente, muy buenas personas, una delicia, oigan. Y su hijo, Tomasin (para los rellaneros) es lo más parecido a un tornado; cariñoso, eso sí. Lo más que nos prestamos son huevos. El mismo sábado por la noche, sin ir más lejos, a unas ocho horas del parto, la parturienta (que también es vecina, ¡mira tú!) me pidió un par de huevos que yo, gentilmente, le ofrecí. No le cobré nada porque el día anterior ella me había comprado tres naranjas de las de zumo. Calculé y pensé que, más o menos, estaríamos hablando de la misma cuantía de pasta gansa.

Total -y para no alargarme- permítanme ustedes que les comunique mi felicidad por el hecho, demostrable, del nacimiento de mi vecina Sara a quien, desde estas lineas, le deseo toda clase de placeres en medio de este mundo cada vez más curioso, más rápido y seguramente un poquito más imbécil. Me siento muy feliz por su aterrizaje, aunque el sitio elegido para su aparición quizás no sea el más idóneo, por lo menos en los últimos centenares de años. El referente preciso de este último comentario lo tenemos en el Conde de Romanones, Don Álvaro de Figueroa y Torres Mendieta quien -allá por los años veinte, siendo ministro de Gracia y Justicia- propuso, formalmente, que en el preámbulo, es decir, en el título preliminar de la nueva Constitución Española rezara la siguiente sentencia: “es español todo aquel que no puede ser otra cosa...”.

Sara: no te preocupes, tranqui, mujer, que con el fin de convertirme en el mejor vecino que puedas tener en tu larga vida, voy a cambiar. Tu, serena: voy a dejar de comer grasas animales a mansalva; votaré dos veces en las elecciones para asegurar el tiro y, de paso, solo elegiré diputados que me permitan ir armado como Arnold Schwarzenegger (con 369 muertes de cine a sus espaldas) por las calles; ya no me subscribiré a más sectas (todas han sido un fracaso para mi personalidad; que me la han anulado, vaya); me ducharé, por lo menos, todos los meses; dejaré de refunfuñarle a la cajera del Caprabo más próximo y muchas cosa más. Quiero que tengas un vecino del que puedas sentirte orgullosa.

¡Buen viaje, guapíssssima!

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