La ley ómnibus, sobre libre acceso a las actividades profesionales, dictada para trasponer en España una directiva europea, dispone que solo una norma con rango de ley puede imponer la colegiación forzosa. El Gobierno tenía un año, que acaba de rebasarse, para presentar un proyecto de Ley al efecto. La ley ómnibus, no obstante, anuncia la probable continuidad de la imposición de colegiación en el ámbito sanitario y de la justicia, y probablemente la voluntariedad en el resto de profesiones. En consecuencia, en estos momentos, las jerarquías corporativas redoblan sus esfuerzos dialécticos para impedir la libertad de colegiación, tanto de profesionales liberales, como de profesionales empleados públicos. Su principal argumento para perpetuar la imposición es la deontología. Ciertamente a lo largo de su historia no se han revelado extremamente eficaces en ese cometido. Esa función y el control de la titulación, sin duda estarían mejor atendidas si las ejerciera directamente la Administración en forma de inscripción en registros públicos de profesionales habilitados (ya existentes por Ley en Sanidad) en los que el profesional pueda inscribirse acreditando su titulación y abonando una tasa de inscripción, sin tener que pagar vitaliciamente ilimitadas cuotas colegiales, y mediante el ejercicio directo de la potestad sancionadora y disciplinaria, sin intermediarios corporativos. El Gobierno, no debería ceder a las actuales presiones de las influyentes corporaciones profesionales. Sépase que, en realidad, cuando se aboga por la imposición, bajo la grandilocuente invocación de la Deontología, lo que subyace es pretender evitar la disminución de la recaudación por cuotas que, por cierto, no se hallan sujetas a límite legal alguno, y la pérdida real de poder. El Gobierno no debería claudicar ante los augurios catastrofistas que predicen los colegios afectados, sino atender a la defensa de la libertad de asociación en su vertiente negativa y a salvaguardar la potestad disciplinaria exclusiva sobre los empleados públicos y también la potestad sancionadora sobre los profesionales liberales a través, fundamentalmente, de las normas de protección de consumidores y usuarios. No es lógico encomendar la punición de los profesionales a quien tiene por principal misión su defensa, es el clásico: “Yo pago al Colegio para que me defienda no para que me sancione”. Con mayor motivo, en el ámbito sanitario, no existe argumento válido alguno para que los empleados públicos que ejercen en exclusiva para la Administración Pública deban estar imperativamente colegiados, ya que desde el año 2007 con el Estatuto Básico del Empleado Público, tienen un código y unos principios éticos y de conducta, que informan los procedimientos disciplinarios que Administración incoe a sus funcionarios y laborales, en cuya relación dual Administración-empleado público no debería admitirse ninguna injerencia gremial. No es de recibo, la situación actual en la que un colegio puede, en hipótesis, suspender disciplinariamente varios años de ejercicio profesional a un colegiado, que ejerce en exclusiva como empleado público, por unos hechos que, incluso, no tengan ninguna relación con sus funciones públicas, como por ejemplo por una falta intracolegial. Es de esperar que el Gobierno cumpla el mandato europeo y libere al fin a todos los profesionales, y muy especialmente a los empleados públicos, de la colegiación obligatoria, y que lo haga a través de los registros públicos de profesionales. Los colegios profesionales, instrumentos muy útiles por otra parte, al final también saldrán ganando, puesto que deberán ser dinámicos y atractivos para los profesionales, en suma espabilar, si quieren mantener sus ingresos.





