No puede dejar de sorprenderme que PABLO IGLESIAS, a estas alturas, se haya dado cuenta de que los trapos sucios es mejor lavarlos en casa y no enarbolarlos como bandera, antes del centrifugado.
Algo tan evidente como esto, de perogrullo, ha tenido que lamentar esta semana, públicamente, pidiendo y casi rogando a los suyos, que dejen de dar explicaciones sobre los conflictos internos del Partido, en sus intervenciones ante los medios.
PODEMOS se distancia cada vez más de la quimera que quiso ser, para convertirse en uno más de los Partidos cuya aniquilación anhelaba. Me cuesta creer que, una persona inteligente como IGLESIAS (que lo es), no hubiera previsto que, para no ser CASTA, entre otras cosas, tendría que superar el escollo de aprender a sortear las diferencias internas del Partido, sin silenciarlas. De forma diferente, por tanto, a como han venido haciéndolo los Partidos clásicos que tanto detesta, esto es: negando ante los medios de comunicación la existencia de controversia interna; liquidando del panorama del Partido (de esa forma democrática con que se manejan los clásicos, o sea, de un plumazo) al rebelde en cuestión; y apareciendo ante los medios con la cabeza del decapitado bajo el brazo, sonriendo y manifestando que la relación con el susodicho es excelente porque es una pieza clave del Partido del que no se puede prescindir.
Después de la petición de silencio a los suyos, esta semana, de PABLO IGLESIAS, ya sólo le quedan dos cursos para obtener el grado que le otorgará el título de CASTA: el curso para aprender a aniquilar a cualquier rebelde de un plumazo, sin tonterías democráticas inicuas; y el curso de cinismo para conseguir después, convencer a la audiencia (o sea, a nosotros), que lo que sostiene con el brazo no es una cabeza sino un compañero de Partido indispensable.
La obtención del título tendría mérito sino fuera porque IGLESIAS, en realidad, no quería licenciarse. Ahora, haciendo alarde de la sinceridad que le caracteriza, debería confesarse y reconocer, también públicamente, que quizás su revolución estaba mal planteada desde el principio, porque desdeño la experiencia de los Partidos a los que pretendía desplazar.
Y la experiencia demostraba que el poder es terriblemente adictivo, que tarde o temprano aparecen nuevos liderazgos, unos sustentados en ideas; otros sustentados en la mediocridad y la ambición. Y que, en cualquier caso, el extraño equilibrio entre los poderes del Estado, el voto de la ciudadanía y el poder de los medios de comunicación (hoy más que nunca), obliga en un momento u otro a guardar un silencio sibilino, impropio de revolucionarios que querían, y todavía quieren, cambiar la forma de hacer política.





