Pasta italiana y turismo

No deja de ser curiosa la relación que se establece entre los spaghetti i la masificación del llamado turismo. En los restaurantes italianos instalados en España, en general, la pasta se suele servir en unas condiciones indecentes; unas condiciones que nunca jamás serían mínimamente aceptadas –y con razón- por un ciudadano italiano que se precie. La cocción de tal alimento se presenta en la mesa de un local de estas características, en un plato que contiene unos ingredientes que suelen ser vomitivos por la puta reebullición a que son sometidos. De sobras es conocido que uno de los factores que enriquecen un manjar de pasta es su exactitud, su precisión, en el punto de su cocer. En el noventa por ciento (por no hablar del noventa-y-siete por ciento) de los restaurantes italianos en este país sin gobierno, los spaghetti, los tagliatelli, los ravioli, la lassagna i el paglie e fieno, son hervidos con un retraso digno de RENFE; un desastre. Recocidos de narices, que diría un castizo.

Preguntados los cocineros o dueños de dichos locales infumables, siempre le responderán con la misma letanía: “al público, a nuestros clientes, no les apetece la pasta cocinada al dente. Ellos exigen que la pasta esté mucho más cocida. Tienen su derecho como clientes que, como usted sabe, siempre tienen la razón. Pasa como con los vinos: tienden a admirar los vinos dulces… o la sangría… ¡Es lo que hay, señor!”

Lamento la comparación, pero el turismo – o sea, la masa turística inculta y superficial, la que busca sólo el sol, la playa, la ingesta masiva de alcohol de garrafón y el bocadillo de falsa mortadela, el turismo insostenible, el invasor (aunque sea de ganancia fácil e inmediata para el colonizado que no tiene otra industria que ponerse a la boca; porque no quiere o porque no puede), el guiri que no reconoce otra cultura que no sea la suya y sólo sabe repartir propinas- este turismo, digo, influye, cada dia más, en la degradación lenta y constante del buen gusto. Exigen que se les dé aquello que desean, que no siempre coincide con las ancestrales costumbres de los nativos. Y se produce lo mismo que con los restaurantes italianos: se tiene que servir algo artificial que satisfaga sus gustos (criminales, normalmente), dejando de lado las tradiciones, tramadas durante miles de años por nuestras abuelas o por nuestros sabios ancestros en el arte del saber hacer. Por eso, el turista mediocre (la mayoría, no nos engañemos) pide que la porcella la vuelvan a colgar del ast.

Y así nos va: bien, pero sólo momentáneamente!

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