Me encantan las flores silvestres, esas que aparecen en primavera y que podemos ver cuando vamos en coche de un lugar a otro. Su mezcla de amarillos y rojos, mezclado con la hierba salvaje, indomable y repetitiva, me recuerda siempre mi niñez. Cuando en cualquier rincón, con un grupo de amigos, encontrábamos el lugar idóneo para estirarnos sobre la misma y notar en la humedad su olor tierno, para jugar al “pilla pilla”, para recoger esas flores y llevarlas a casa como si de un inmenso regalo se tratara. Con ellas, vuelvo a mi niñez de niña de ciudad, a mis regresos a casa con algún pétalo enganchado en mi cabello que mi abuela retiraba con cariño antes de enviarme a lavarme las manos antes de comer.
Quizás por eso huyo de regalar y de que me regalen flores, y de las flores en el cementerio. Prefiero ver esas pequeñitas y gratuitas flores en medio de un descampado o en el arcén de la autopista, me dan sensación de libertad e independencia.
No es fácil ser libre en nuestro entorno más cotidiano, pero se puede llegar a serlo. Hay que aprender a conocerse, saber lo que uno quiere, y lo que nos gusta de verdad, y eso sólo puede conseguirse a partir de los errores y de los fracasos.
A veces creemos que nos gustan las flores cuando en realidad nos joroba que nos las regalen porque tenemos que encontrar un jarrón para colocarlas,después, un espacio en el que situarlas, y sabemos que, en pocos días, tendremos que retirar sus restos con una sensación efímera de desazón.
Puede que lo que en realidad nos guste no sea ese jarrón que no deja de ser un “pongo”, sino el viaje a través del espacio y del tiempo que nos lleva a imaginar, de forma inconsciente, esos espacios llenos de flores donde poder tirarnos al suelo, jugar, reír y abandonarnos a la libertad como hicimos alguna vez cuando éramos niños.





