Salven el Titanic

Cuando aprendía a conducir motocicletas, un viejo motero me dio varios consejos de seguridad, entre los cuales estaba el de no fijar jamás la vista en un obstáculo imprevisto si no quería chocar contra él, porque la moto tiende a dirigirse a donde mira el piloto. En parecidos términos, en capitán del RMS Titanic, Edward John Smith, hubiera salvado el obstáculo, su nave, tripulación y pasaje si sus vigías, en lugar de apurar el tiempo en tratar de ver con más claridad el iceberg que tenían a proa, hubieran avisado tan pronto como hubieran intuido su presencia, permitiendo un cambio de rumbo que llegó demasiado tarde, aquella fatídica noche del 15 de abril de 1912.

Como supongo que ya imaginan, no es de buques mercantes ni de motos de lo que pretendo hablarles en esta columna.

El capitán Bauzá y sus primeros oficiales Camps y Estarellas –el orden no altera el producto- conducen la nave de la educación balear directa a un iceberg considerablemente mayor que aquél que acabó con el Titanic mediante una simple fisura en el casco. En este caso, el buque se dirige al obstáculo a toda máquina y con rumbo de colisión frontal. El pronóstico es que el choque sea tan violento que algunos tripulantes salten por los aires y acaben aterrizando en Terranova.

El Titanic era insumergible –rezaba la arrogante publicidad de la White Star- y, tras el choque, ninguno de los oficiales pensaba que se iba a hundir. Tuvieron que llamar al experto, el ingeniero Thomas Andrews Jr., quien les informó que, lamentablemente, habrían sufrido un terrible error de cálculo y que aquella simple fisura a la que habían despreciado y minimizado, restándole importancia  entre el pasaje, iba a hundirles sin remedio, sin plan b. Por cierto, Andrews perdió la vida en el naufragio.

No daremos un paso atrás, ¡nunca!, afirmaba el martes la consellera en el Parlament, en un diálogo de sordos escalofriante. Fuera, el iceberg adquiría tonalidades verdes y su tamaño se multiplicaba, pese a lo cual los vigías del govern continuaban pensando que era un espejismo, una ilusión óptica de base ideológica.

Este Titanic, a diferencia del de hace cien años, tiene todavía salvación, y aunque el cuerpo les pida a muchos icebergs aguantar juntitos el choque y ver si la nave “insumergible” se hunde de una vez con toda su tripulación, su capitán y los poquísimos e interesados pasajeros de primera clase que les dan apoyo, lo malo es que si eso ocurre se va a llevar por delante a los pobres maquinistas y a todo el pasaje de segunda y tercera clase, que no tienen previsto siquiera acomodo en los botes.

Por tanto, haría santamente el capitán con asumir su errónea derrota y variar el rumbo, sin que eso signifique que deba renunciar a llegar a Nueva York, aunque lo haga un poco más tarde y por distinta ruta. Un capitán debe saber cuándo ha de refugiarse en un puerto de abrigo, revisar sus cartas y, si es necesario, volver a calcular el rumbo.

Para un capitán y sus oficiales, lo primero es la seguridad de los pasajeros, antes que prometerles lujos exquisitos a bordo, pero a riesgo de enviarlos al fondo del océano.

Si hay que hablar con otros buques cercanos -sean de navieras públicas o privadas- para que le ayuden a ver en la oscuridad o le avisen de peligros que ellos ya han sorteado, para eso está la telegrafía y el reflector de señales, para entenderse. Es un deber de todo marino ayudar a aquel que está en peligro, y me consta que los hay dispuestos a prestar esa ayuda de forma inmediata. Espero, queridos lectores, que alguien me haya entendido.

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