Ustedes me disculparán pero creo que ya va siendo hora de que les confiese que una de mis principales virtudes consiste en la sinceridad más absoluta. Bajo esta premisa, he venido observando la polémica que ha surgido a causa de la posibilidad de cierre de las terrazas instaladas en el precioso Passeig des Born de Palma y creo que ya estoy tardando en poner en solfa mis creencias, mis puntos de vista, mi prisma personal a través del cual poder ofrecer mi versión particular del asunto en cuestión.
No soy partidario de terraza alguna; o dicho de otro modo: soy radicalmente contrario a la colocación y uso de dichas terrazas sobre los paseos y calles de cualquier ciudad. No es que tenga la impresión, es que estoy convencido de que los armatostes pseudogastronómicos afean, en grado sumo, la belleza de las avenidas urbanas; belleza que lucen en toda su extensión cuando la limpieza y la claridad se muestran despejadas de cualquier obstáculo innecesario o trivial. Las arterias cívicas adquieren su razón de ser cuando son utilizadas con el fin para el que han sido creadas: pasear.
Es evidente que en toda la historia de la humanidad no han existido terrazas hasta que los franceses las inventaron para que cuatro intelectuales de pelo y medio pudieran lucirse ante la ciudadanía de París y demostrar que el existencialismo era cosa de la calle; Sartre era vanidoso y le encantaba que le vieran mientras consumía un croissant que luego, naturalmente, no pagaba. Pero pregunto: ¿alguien se puede imaginar las calles, el ágora de Atenas o el mismísimo foro romano abarrotado de terrazas? O, sin ir más lejos, ¿en el centro de un campamento de sioux en Dakota del Sur o en las aldeas chinas del imperio de la dinastía Ming….?
No señores, desengáñese: las calles para pasear, no para merendar. Las gentes de bien desayunan, comen, meriendan y cenan en sus habitáculos particulares, en sus viviendas y respetando su sagrada privacidad.
Independientemente del mal gusto que representa la visión de humanos sentados en plena calle atizándose bocadillos de chorizo o tapas de pulpo (con la consabida sangría, monumento nacional de estilo entre rococó y remordimiento español), hay otra razón para acabar con las malditas terrazas: impiden el paso a los tranquilos transeúntes e imposibilitan su tránsito correcto. El ya de por sí atolondrado peatón ve cercenadas sus mínimas posibilidades de movimientos. Espacio, espacio libre: eso es lo que exige la ciudadanía. Y ya puestos – y siguiendo con el ejemplo del Born- nada ocurriría de malo si se demoliera la Casa Solleric con el loable propósito de ensanchar la plaza que da cobijo a la bonita fuente de las tortugas. Y aquí paz y después gloria.
No se si estarán de acuerdo conmigo. A los que crean que mi exposición es la correcta les auguro un futuro lleno de esperanza; a los que disientan, me sabe mal decirlo, no tienen razón ninguna. A estos últimos, que Diós les perdone…