Vivo en un barrio, dentro de una gran ciudad, que goza de una tranquilidad asombrosa generalmente hablando; sólo muy de vez en cuando, en una casa-hotel de enfrente un grupo de turistas energúmenos se emborrachan y, como consecuencia de tan deplorable suceso, braman a grito pelado, se carcajean a placer y fastidian a medio vecindario. En todo caso, ya digo, esto sucede muy poco a menudo. Nada que ver con, por ejemplo, la Playa de Palma, un arquetipo de incordio de talla universal.
Escribo este papel digital la tarde de un sábado del presente mes de julio en el que la temperatura ambiental muestra toda su crudeza canicular; como viene siendo lo propio de este período desde hace un montón de siglos. Mi casa ofrece su fachada al norte, cosa que, de entrada, proporciona un cierto estímulo encaminado a menguar la inclemencia meteorológica.
Hoy he ido al mercado a las ocho de la mañana, lapso de tiempo ideal para que las paradas estén aun desiertas y, por lo tanto, las mercaderas le atienden a uno con sosiego y atención; por la escasez de compradores y, también, porque todavía conservan el frescor del descanso nocturno. En llegando a casa, una ducha gratificante seguida de un virtuoso desayuno. Más tarde, después de haber leído la prensa del día y haber resuelto satisfactoriamente el correspondiente crucigrama, viene de perlas ejecutar un ligero reposo en la cama, o sea, en posición horizontal, lo que viene en llamarse “la siesta del cordero” o bien “la del canónigo”, depende del emplazamiento o la ubicación. Al despertar de un discreto pero eficaz sueño, me he dado una vuelta por el ordenador viendo correo, prensa internacional, mensajes y otras zarandajas contemporáneas. Luego, siguiendo el orden estricto que manda la cronología más precisa, refrigerio frugal: gazpacho con tropezones (huevo duro, picatostes y jamón ibérico) y fruta (una pera de cosecha propia y un cuarto de cerezas frescas y rollizas). Una vez satisfecha la panza, segundo sosiego del día en las mismas condiciones que el anterior. Una vez convenientemente desadormecido, sofá relajante con partido de fútbol (tercer y cuarto puesto del mundial de Rusia: Inglaterra-Bélgica, con el triunfo de los últimos); espléndido espectáculo. Finalizado el encuentro, película de primera clase: Moros y cristianos, un tándem talentoso de Berlanga y Azcona.
Ahora mismo les estoy escribiendo este artículo tan personal y, en cuanto finalice, cena con mejillones al vapor (con apio y puerros) y entorno de patatas fritas con mayonesa casera; colación nocturna en homenaje a los terceros clasificados en San Petersburgo.
Creo que no se puede pedir más: una jornada de calma chicha, disfrutando de una soledad agradecida, con ventilador en el techo y un silencio indescriptible y tranquilizador.
Ahora bien: durante el día cuando disfruto más es pensando en las masas populares que abarrotan playas, montañas y restaurantes con langostinos mozambiqueños y despiadadas sangrías de garrafa. La costa marítima, con un sol rabioso, sin contemplaciones ni concesiones, ofrece sus ventajas de todo tipo: arena que reboza cuerpos y quema pies, el enojoso aroma que desprenden las cremas protectoras mezcladas con la sudoración de los organismos humanos presentes, los niños que joden con sus pelotas (Serrat), las emisoras de radio con sus melodías horteras y pachangueras, los vendedores de falsos mojitos y un largo etcétera. Por su parte, los “montañeros” disfrutan de miles de personas haciendo su pícnic apelmazados en una cima o arracimados alrededor de una pequeño lago; gozan también de recorrer senderos como si fuera la cola de un concierto de Beyoncé o de esperar mesa en un restaurante-refugio con vistas compartidas de valles en los que se puede observar otros millares de visitantes que viven momentos de paz.
Lo vengo observando desde hace la tira de décadas: los millones de personas que comparten playa o montaña son exactamente los mismos que esperan horas, en invierno, para subirse a una de estas sillas voladoras que les llevan, precipicio arriba, a un punto desde el cual lanzarse como posesos por una ladera nevada y que tienden, a menudo, a agrietarse todos los huesos y armazones de sus complexiones atléticas.
Y les diré más: todos estos millones de personas son exactamente los mismos que el resto del año se encuentran en el metro o en el autobús o, si me apuran, en los tradicionales atascos vehiculares.
Mi vida veraniega puede que sea algo aburrida, lo reconozco, pero el simple hecho de pensar en toda esta inmensa multitud de “simétricos” humanos me pone tan cachondo que mi tedio se convierte en una especie de orgasmo de dicha y satisfacción.
¡Ole yo!





