Nunca he sido excesivamente partidario del terror; en ninguna de sus posibles aplicaciones. Me parece una molestia innecesaria, una pérdida de tiempo y una solemne insensatez. De hecho, ya vamos tirando con el miedo. No hace ninguna falta someter la sensación propia del miedo a escalas máximas. El terror se produce cuando el miedo supera todos los controles que teje el cerebro. Pues eso: que no hay que saltarse ni los semáforos en rojo ni, mucho menos, los controles del cerebro. En el mundo de la literatura y, sobretodo, del cine, se producen múltiples manifestaciones de terror. Parece ser que esta especialidad genera una cierta sensación de satisfacción entre sus adeptos. Existen personas que necesitan “caña” para conseguir placer. El cine actual –con sus efectos especiales muy tecnificados digitalmente- ofrece verdaderas joyas en el mencionado género. Hay, de todas maneras, otros tipos de vivencias reales que, sin tanta parafernalia tecnológica y audiovisual regalan al “espectador” sin sillón (y sin palomitas) muestras desagradables de miedo al cuadrado. Sin ir más lejos (y si se me permite personalizar y generalizar) un servidor le teme a diversos acontecimientos que acompañan mi vida cotidiana: sin ir más lejos, las sorpresas. No soporto que nadie me monte una sorpresa. Ya lo decía la canción “sorpresas te da la vida, la vida te da sorpresas”; aunque ahora no recuerdo exactamente si eso es lo que decía la canción… Me gusta la normalidad y me disgusta que se quemen iglesias, para poner un ejemplo. Adoro la calma y la tranquilidad, los silencios, las previsiones, las agendas; y, en consecuencia, detesto todo aquello que rompe esquemas, que destroza lo habitual, lo “normal”. Por este motivo, odio con toda mi alma (como el dibujo animado del gato odiaba a los ratones) la manifestación más desagradable e histérica de este género de “subterror” paranormal: las fiestas sorpresa. Me parecen patéticas, tanto por parte de los organizadores como por la del protagonista que, sabiéndolo desde antes de que ésta se convoque, se ve forzado a disimular a base de expresiones de desconcierto. Otros ejemplos de terror cotidiano que no soporta mi delicado espíritu son, entre otros, los sustos –acontecimientos execrables desde todos los puntos de vista posibles- o bien el azar cuando se transforma en una señora gorda, desvergonzada y deslenguada, sentada a tu lado en una boda. Por favor: mantengamos la calma, procuremos hacer las cosas bien y cuando sean precisas; tengamos confianza en el prójimo y no nos dediquemos a tocar las pelotas al personal. Exiliemos, de una vez por todas, el terror, sea cual sea su procedencia o género. Convirtamos nuestra vida en un terror. Perdón: quería decir en un terrón (de azúcar, claro).





