Desde que hace unos días la empresa Ferrovial anunció la decisión, pendiente de ratificación por la junta de accionistas, de trasladar su sede social a Amsterdam, se ha producido un auténtico terremoto político y periodístico, en el que tanto el gobierno de España como los más conspicuos opinadores mediáticos, sobre todo los de medios afines al PSOE, han vertido todo tipo de invectivas contra la decisión, muy personalizadas en su presidente, Rafael del Pino, y en las que se le ha recordado que la empresa se ha hecho grande gracias a los contratos de obra pública en nuestro país, se le ha tratado casi como traidor (o sin el casi), se ha hablado de un embate contra el estado del bienestar y se ha amenazado desde el gobierno con un posible veto mediante retorcimientos legales del mecanismo anti-opas y otras lindezas por el estilo.
Tal parece que toda la economía española y los servicios públicos asociados se fueran a ir al garete por un simple traslado de sede social de una empresa, importante sin duda, pero que no representa más que una mínima parte de los ingresos fiscales del estado y que, de todas maneras, seguirá trabajando y tributando en España, así que la pérdida fiscal será en realidad insignificante, por lo que todo el alboroto organizado parece más bien un ataque de cuernos nacionalista y un pataleo muy poco justificado.
Si de verdad este traslado de sede social es tan grave y pernicioso para España y su economía, quizás el gobierno debería repensar su relación con las grandes empresas consideradas estratégicas y poner un mecanismo precautorio que impida este tipo de movimientos. Pero no parece que sea el caso.
Si nos remontamos en el tiempo al año 2005, recordaremos la opa hostil de Gas Natural a Endesa. En ese momento se disparó una tormenta política y mediática aun peor que la actual, en la tuvieron papel tanto el gobierno del PSOE como el PP, y en la que surgieron voces por doquier, por el doquier madrileño y sus anexos, clamando contra el hecho de que una empresa catalana quisiera absorber Endesa. Se dijeron barbaridades como “Catalunya quiere controlar la energía española” o “no se puede consentir que Endesa pase a manos extranjeras (sic)” (la lideresa Esperanza Aguirre dixit), todo con tal de impedir la opa y, sobre todo, de hacer subir el precio de las acciones, cosa que consiguieron finalmente con la compra por parte de Enel, empresa con participación del estado italiano, que pagó más del doble por acción.
En resumen, que Italia controlara la energía de España no pareció importante ni peligroso, mientras que si lo hacía una empresa catalana era el apocalipsis. Teniendo en cuenta que Italia, al menos por ahora, es un país extranjero y que Catalunya, al menos por ahora, es parte de España, resulta muy significativo e ilustrativo de la actitud que el estado español tiene respecto de Catalunya.
Es también muy revelador comparar la actitud ante este traslado de sede social con la promoción por parte del estado, incluyendo sus más altas instancias, del cambio masivo de empresas catalanas hacia otras comunidades, para lo que se utilizó la presión, el chantaje, la amenaza y la coacción sin la más mínima vergüenza ni decencia. Al traslado tuvieron que plegarse incluso Bancaixa y su fundación y el Banco de Sabadell, bajo la extorsión de retirada masiva de fondos si no lo hacían.
Lo que entonces les pareció muy adecuado, ahora todo es llanto y rechinar de dientes cuando afecta a solo una de sus empresas. Tampoco es que nos extrañe, la catalonofobia, el odio a Catalunya y los catalanes, tiene raíces muy profundas en el estado español, que hace siglos que viene utilizando el trabajo, la iniciativa, el dinamismo y la productividad de los catalanes para sacar pingües beneficios, practicando un expolio fiscal insoportable, pero controlando cuidadosamente los medios puestos a disposición de los catalanes, no fuera a ser que se escaparan. Así el estado controla los aeropuertos, los puertos, los ferrocarriles y las grandes vías de comunicación e infraestructuras y los va desarrollando al ritmo que más le conviene, no desde el punto de vista económico, sino desde el punto de vista de control y dominio.
Y si hace falta, se bombardea Barcelona. Se dice que el general Espartero, con motivo del bombardeo de la ciudad que ordenó en 1842, pronunció la famosa frase: "Por el bien de España, hay que bombardear Barcelona cada 50 años”. Hay historiadores que afirman que Espartero nunca lo dijo, lo que convertiría la frase en apócrifa, pero, lo sea o no, lo cierto es que Barcelona, como capital de Catalunya, ha sido bombardeada en múltiples ocasiones en los últimos siglos: en 1651, durante la Guerra dels Segadors; en 1713-14, durante el sitio final de la Guerra de Sucesión; en 1842 y 43; en 1909, durante la Semana Trágica; en 1934, con motivo de los hechos de octubre; y en 1937-39, durante la Guerra Civil.
Y en 2017 no bombardearon la ciudad, seguro que no por falta de ganas de algunos, pero los cánticos con los que la gente despedía a los policías y guardias civiles que se trasladaban a Catalunya con motivo del referéndum de independencia, al grito de “a por ellos”, son muy ilustrativos de hondo sentimiento anticatalán que anida en un importante porcentaje de la población española.