El conflicto de los controladores no se ha resuelto. Sólo se ha parado la huelga salvaje. Como es fácil adivinar, este colectivo de indeseables volverá a complicar la vida apenas pueda, con tal de defender sus privilegios vergonzosos. Ahora, en los próximos meses, seguramente tendremos que ver retrasos, trabajo a reglamento, conflictos y tensiones continuadas. Parece inevitable que esto deba acabar con el despido de unos trabajadores que, tan hartos de ganar dinero fácil, se han convertido en extraterrestres, en gente que sobra, al menos en la nómina del Estado. Pero la situación de este fin de semana ha servido para demostrar algunas cosas en el terreno político, que es la lectura que todo el mundo tenía en mente tras esta crisis. En el lado de los socialistas, ha quedado claro que Rubalcaba es el líder y que lo saben, motivo por el cual le ceden todo el protagonismo, escondiendo a Zapatero. En segundo lugar, se ha visto que el Gobierno, cuando actúa, cuando asume su papel, gana credibilidad. Hay dos ministros que merecen todo el elogio: por un lado, José Blanco, quien en el asunto de la gestión de Aena ha empezado a llamar a las cosas por su nombre, como paso previo para poner fin a una situación intolerable e inadmisible como es el régimen laboral de los controladores; por otro lado, Alfredo Pérez Rubalcaba, que parece haberse encargado de la crisis una vez esta ya estaba fuera de control y que ha vuelto a demostrar que es el único político de primer plano competente que tiene este gobierno, incluido su presidente. Tan correcta y contundente ha sido la actuación posterior al inicio de la huelga que, incluso, se ha logrado que quedara en un segundo plano que el Gobierno no tenía un ‘plan b’ para enfrentarse a los controladores y que el acuerdo del Consejo de la mañana del viernes había sido más bien irresponsable o, al menos, no oportuno en ese momento. Las medidas que se adoptaron el viernes por la noche y sobre todo el sábado por la mañana, extremas, que van a generar un río de reacciones porque rozan los límites de la legalidad, son proporcionadas al desafío y demuestran que aquí nadie había contemplado hasta dónde podían ser capaces de llegar los controladores. Pero, todo este lío demuestra también la conducta impresentable del Partido Popular, ligeramente suavizada en el último momento. En primer lugar, es un gobierno del PP el que firma con los controladores un convenio colectivo que les permite fijarse los turnos, decidir sobre sus horas extraordinarias, pagárselas cinco veces más caras que las horas ordinarias y, encima, tener el poder de decisión sobre la idoneidad de nuevos controladores. Firmar algo así debería ser imposible en un país serio porque el aparato del Estado lo tendría que vetar y, finalmente, la Justicia debería perseguir a quien acepta condiciones laborales tan escandalosas. En segundo lugar, el PP ha estado jugando durante las últimas semanas en términos ambiguos con este conflicto, como si hubiera un resquicio de razón para los controladores, al punto de que las primeras declaraciones de Rajoy desde Lanzarote, el viernes pasado, parecían atacar más al Gobierno que a los chantajistas. Después, el sábado, los populares desaparecieron del primer plano, que más les vale cuando no tienen nada bueno que decir. Ahora, superado el primer golpe, el Gobierno debe llegar hasta sus últimas consecuencias en el ordenamiento de esta actividad. Eso no debería pero va a tener que pasar por el despido de la gran mayoría de quienes se han situado en unas posiciones que, si no son delictivas, están muy cerca. Un país con cinco millones de parados, donde la gente está pasando problemas gravísimos, en el que muchos no saben cómo podrán sobrevivir, no debe admitir que alguien que cobra un mínimo de 200 mil euros anuales, que tiene el puesto de trabajo asegurado de por vida, que se jubilará con poco más de cincuenta años, encima quiera decir cuántas horas trabajará.





