Empecé a leer a Eduardo Jordá hace ya bastantes años, en sus fascinantes columnas semanales en Diario de Mallorca.
Como me había ocurrido antes con otros grandes escritores y como me ocurriría también en alguna ocasión después, fue un amor a primera vista, o a primera lectura, para ser quizás más rigurosos y exactos.
De sus artículos pasé muy pronto a sus libros, entre ellos El mono aullador, Lugares que no cambian, Norte grande o Ciudades de paso, y así he seguido hasta el día de hoy. El descubrimiento de Jordá fue, sin duda, una de las mejores cosas que me han pasado en mis primeros 62 años, como mínimo como lector.
Cuando miro ahora hacia atrás, pienso que la mayor parte de las otras cosas buenas que me pasaron o que promoví, ocurrieron también, ay, hace ya mucho tiempo, aunque tal vez no tanto como en la primera película de La guerra de las galaxias.
Haciendo una breve recapitulación, destacaría que en 1978 empecé a comprar la revista Fotogramas y que además inicié la enciclopedia coleccionable El Cine de Salvat. Ese mismo año vi por vez primera 2001: una odisea del espacio y dos años después vi Tess, dos películas que marcarían mi vida. Fue también en 1980 cuando nacieron Los Secretos, que a partir de su Déjame ya no dejarían de enamorarme y de acompañarme desde entonces.
En septiembre de 1983 compré por vez primera la revista Dirigido por..., en donde descubrí a dos críticos excelentes, José María Latorre y Luis R. Aller, que tendrían una influencia determinante sobre mi manera de amar y de entender el cine. Además, en aquella época era ya lector asiduo de José Ortega y Gasset y de Miguel de Unamuno, dos pensadores que también serían decisivos para mí.
A principios de 1987 comencé a trabajar como auxiliar administrativo en Representaciones Pizá, lo que posibilitó que me pudiera mudar de piso con mi madre y mi hermano Joan, en concreto, de la calle Ballester a la calle Llorenç Vicens.
Un año después, nos trasladamos a un ático de la calle Nuredduna, en donde los tres fuimos muy felices. También en 1988, me saqué el carnet de conducir —al sexto intento— y empecé a trabajar como maletero en Son Sant Joan, en la compañía Iberia. Dos años después, también en Iberia, pasé a ser coordinador de vuelo.
Entre medias, en 1989, me matriculé en Filosofía en la UIB, un grado que acabé seis años después, en buena medida gracias al apoyo fiel e incondicional de los profesores Francesc Torres y Diego Sabiote, dos de las mejores personas que he conocido nunca.
Por último, a finales de los años ochenta pude empezar a comprar cada día El País y ABC, y, poco después, a principios de los años noventa, descubrí a Andrés Trapiello, el autor vivo que hoy más admiro.
En las últimas tres décadas hubo también algunas otras cosas positivas en mi vida personal y profesional, como el inicio de mi labor como periodista, aunque es posible que en relación a este último punto no todos estén de acuerdo en valorarlo entusiásticamente.
Tras ese escueto compendio de toda una vida en apenas siete párrafos, vuelvo de nuevo a Eduardo Jordá, para hablarles de un hallazgo que hice hace poco de un escrito suyo, el de su maravilloso poema Últimos días, que, pese a la tristeza que desprende ya desde su mismo título, es uno de los más bellos y lúcidos alegatos que he leído nunca en favor de la vida, del milagro de la vida.
Lo reproduciré justo ahora casi en su totalidad y con él concluiré este artículo, con la esperanza de que este poema les ayude en sus momentos más difíciles y les refuerce en los más luminosos, como ha hecho conmigo cada vez que lo he leído, transmitiéndome lo hermoso que, pese a todo, puede ser siempre el mismo hecho de vivir y de existir.
«Le quedaban seis meses, le dijeron./ Y ella dijo que sí. Siempre decía que sí./ Dijo que sí a un hombre indiferente./ Dijo que sí a una vida aburrida./ Dijo que sí a la plancha, a la carcoma,/ al sillón desfondado, a la indolencia./ No pidió nada a nadie, nunca ambicionó nada/ que no fuera sencillo, bueno o fácil./ Y aquel día cerró los ojos y dijo sí./ Sí, a todos nos va a llegar la hora».
«Volvió a leer sus libros más queridos./ Dijo adiós a las calles más queridas./ Visitó a dos amigas, comió sola/ en los pocos lugares que quedaban/ de su desvanecida juventud./ Caminó y caminó. Compró un jilguero/ y lo soltó enseguida. Compró flores./ Se empeñó en despedirse de una monja/ —tía suya— que había olvidado ya quién era./ Voló en avión, comió bombones, fue sola al cine».
«Y un día conoció a un hombre bueno,/ y aquel hombre le dijo que la amaba./ La ciudad, de repente, se volvió luminosa,/ amplia, alegre. Dos niños corrían a su lado./ Todo era limpio y sencillo, los días/ no terminaban nunca. Bailó, escuchó a los músicos/ que endulzaban las noches de verano,/ volvió a ver a su madre, paseó/ con quien ya no sabía que vivía./ Y fue tan feliz que pidió perdón/ a todos, y lloró y bailó y recorrió de nuevo/ las calles rebosantes de flores y de pájaros./ Y luego llegó el fin. Pero fue fácil/ porque sólo cerró los ojos, vio/ agua y nubes, y oyó risas de niños».
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