«Ordinary world» es una de esas joyas musicales que tienen el poder de despertar en cada uno de nosotros recuerdos que tal vez creíamos ya casi perdidos u olvidados para siempre. Alguna vez, al escucharla, he cerrado los ojos y he retrocedido en apenas unos instantes veinticinco o treinta años en el tiempo. Al oírla hoy de nuevo, he vuelto a cerrar los ojos y me he visto a mí mismo en algunos momentos de mi lejana juventud, a mediados de los años ochenta. Ahora mismo, al sonar nuevamente sus acordes, me imagino que es sábado por la noche y que me encuentro en un pub del Paseo Mallorca, jugando al billar con mi buen amigo Luis, que casi siempre me gana.
Sigo con los ojos cerrados. Muchas calles y plazas de Palma tienen hoy una luz que a mí me parece un poco triste, aunque quizás sea yo el que refleja en ellas su propia tristeza. Recalamos en algunos otros bares y pubs. En los más modernos hay desde hace ya varios meses pantallas gigantes en donde podemos ver los grandes éxitos de las mejores bandas del pop británico y de los nuevos grupos españoles, que nos parecen maravillosos. Nos gusta también la originalidad y la elegancia con la que están realizados la mayor parte de esos videoclips. Como no tenemos muchos recursos económicos, la mayor parte del tiempo paseamos, sólo paseamos. En el fondo de nuestro corazón deseamos que algo cambie para bien en nuestras vidas, que nuestro futuro sea un poco mejor de lo que lo es ahora nuestro presente.
En las discotecas del Paseo Marítimo predominan la juventud y la sofisticación, tanto entre quienes buscan quizás el amor de su vida como entre quienes buscan tan sólo un amor que dure apenas unas pocas horas. Nosotros, por nuestra parte, sólo observamos, como espectadores, aunque quizás también pensemos en ese amor que sabemos que un día habrá de llegar y que tal vez marcará ya para siempre nuestras vidas. Palma nos parece todavía una ciudad un poco levítica, decimonónica y romántica, algo más antigua de lo que quizás sea ya en realidad. Los días pasan lentos, y pensamos, ingenuamente, que los años ochenta no se acabarán tal vez jamás, que durarán siempre.
Termino de escuchar «Ordinary world». Abro los ojos. Vuelvo al tiempo presente. Aquellas mismas calles y plazas que hace tres décadas un día recorrimos, nos recuerdan ahora, en cierto modo, todas las cosas que no volverán, todas las cosas ya para siempre perdidas. «Pero no lloraré por el ayer,/ hay un mundo ordinario/ que, de alguna forma, tengo que encontrar./ Y mientras intento recorrer mi camino/ hacia el mundo ordinario,/ aprenderé a sobrevivir», dice esa preciosa canción, que nos recuerda también ahora que en cada momento de nuestras vidas, de nuestro muy cambiante mundo ordinario, hay siempre un camino que, de alguna forma, debemos todos intentar encontrar.