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Vencedores o vencidos

miércoles 06 de septiembre de 2023, 07:58h

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Tras la indecente fotografía de Yolanda Díaz en Waterloo y la posterior lectura del precio del rescate por parte de Carles Puigdemont, empieza a quedar meridianamente claro para las mentes no anestesiadas por la desinformación progre que nos encaminamos a echar por la borda seiscientos años de historia común en pos de las posaderas -valga la burda cacofonía- de Pedro Sánchez.

El PSOE, como partido político, ha muerto. Si acaso, con las mismas siglas, sobrevive una organización de pesebres y de estómagos agradecidos lobotomizados a mayor gloria del secretario general, en la que el debate político es totalmente inexistente y hasta perseguido. A Felipe González lo tratan de viejo decrépito, y a Alfonso Guerra y a muchos otros socialistas de la mejor época del PSOE, de apestosos tránsfugas intelectuales.

Sánchez lo sacrifica todo, no ya a la ideología -pues de eso, no tiene- sino a sus intereses. Y entiéndase ello en sentido literal: "sus" -de él- intereses, ni siquiera los de la izquierda política española o los del socialismo en particular.

Como jurista, sentí arcadas al escuchar las cobardes y zafias evasivas de dos ministros que son jueces excedentes, como Margarita Robles o Fernando Grande-Marlaska cuando fueron preguntados acerca del encaje constitucional de la tropelía que pretende perpetrar su jefe. Fue inevitable para mí rememorar el personaje de Burt Lancaster en la genial película sobre los juicios de Nüremberg, titulada en España (incomprensiblemente) "Vencedores o vencidos". En el film, el genial actor neoyorquino encarna el personaje ficticio -aunque inspirado en casos reales- del juez Ernst Janning, eminente jurista, juez y luego ministro de justicia del régimen nacionalsocialista, al que con sus resoluciones y actos, lejos de combatir o poner coto, acabó por legitimar.

La destrucción de España como el estado-nación más antiguo de Europa es el precio que los independentistas catalanes han puesto a la investidura de Sánchez. Pero eso, que en todo caso no dejaría de ser la mera propuesta política -legítima, incluso- de una ínfima minoría de españoles y de una porción igualmente menor de catalanes, no es el verdadero problema. El verdadero problema es que Sánchez, no lo duden, está dispuesto a pagar ese precio y cualquier otro con tal de retener el poder.

Jamás en este bronco y complicado país nuestro se vio a un dirigente más privado de cualquier clase de concepto moral como nuestro actual presidente del Gobierno en funciones. Puede que quienes le rodean no sean más que los tontos útiles de los que se serviría cualquier déspota, pero Sánchez sabe muy exactamente lo que quiere, aunque, obviamente, jamás podrá confesarlo.

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