La actuación de la Unión Europea, y de sus países miembros, especialmente la de estos últimos, en la emergencia humanitaria de los centenares de miles de personas que arriesgan la vida para llegar a territorio europeo en busca y demanda de asilo, ha agotado ya todos los márgenes de confianza concesibles y se puede calificar sin ambages de una vergüenza sin límites.
La inmensa mayoría de estos ciudadanos no son inmigrantes o refugiados económicos, como pretenden casi todos los gobiernos de la UE. Son personas perseguidas por su religión, su etnia, su cultura, o su ideología y que en sus países corren grave peligro de ser detenidas, torturadas y asesinadas y no por un solo grupo, sino por varios.
En Siria, por ejemplo, los yazidíes y los kurdos son perseguidos por el Estado Islámico, por el Frente Al Nusra (al Qaeda) y por el gobierno de El Assad; los cristianos por el EI, por Al Nusra y, según su filiación política, por el gobierno y por las milicias chiís. En Irak se dan situaciones similares. También en Afganistán muchas minorías étnicas y religiosas sufren persecución por parte de varios grupos, a su vez enfrentados entre sí.
Esta situación justifica sin duda la consideración de todas estas personas como auténticos refugiados políticos, no como inmigrantes económicos. La Unión Europea debería establecer una política común de asilo e inmigración, igual que existe una política agraria común, una política de pesca común y otras. Y si la inmigración es una competencia que los estados quieran mantener, al menos una de asilo.
Ante la emergencia actual, que no hará sino empeorar en los próximos años, se deberían tomar algunas medidas urgentes, mientras se acuerda dicha política común de asilo. La UE debería establecer una infraestructura imprescindible en la primera línea de llegada de refugiados: Grecia, Italia y España, destinada al acogimiento y alojamiento iniciales y a las primeras actuaciones administrativas imprescindibles, como es la identificación de las personas, la recepción de la solicitud de asilo y su distribución posterior a los países de acogida. En la medida de lo posible, se debería respetar la voluntad de los solicitantes en cuanto al país elegido, pero el esfuerzo debe ser solidario y los refugiados deberían repartirse proporcionalmente por toda la unión.
Pero para ello, primero deberán los respectivos gobiernos de los estados miembros ponerse de acuerdo y el ejemplo reciente de la negativa de los estados a aceptar la propuesta de la Comisión es descorazonador. Está claro que los países han optado por la demagogia y el populismo, aduciendo razones de índole económica y de saturación, cuando la realidad es que la gran mayoría, por desgracia, han optado por políticas aislacionistas ultranacionalistas, en las que se hace al extranjero culpable de todos los males, para ocultar el agotamiento de su actual política económica y la imposibilidad de mantener el estado del bienestar y de mejorar el nivel de vida de sus ciudadanos, a pesar de los cacareados avances en las magnitudes macroeconómicas.
Aunque no hay estándares internacionales, existe el acuerdo entre expertos y organizaciones supragubernamentales, de que un país con una economía desarrollada y un cierto tamaño y población mínimos, puede absorber sin problemas alrededor del equivalente del 1 % de su población anualmente. En el caso de la UE, con una población de más de 500 millones, ello significaría cinco millones, cifra muy superior a los cientos de miles que se prevén en los próximos meses.
La propuesta de la comisión era mucho más modesta y, sin embargo fue rechazada por todos países miembros, por sus gobiernos incompetentes y mezquinos, por sus políticos venales y envilecidos.
La Unión Europea fue una vez un sueño, aún lo es, de un espacio común para todos los europeos donde imperaran la democracia, la libertad, la justicia (que no es lo mismo que la ley), la solidaridad y la paz. Por desgracia, los últimos grandes líderes europeístas, como Kohl, Genscher, Schmidt, Mitterrand o Delors, dejaron la primera línea de la política sin haber consolidado suficientemente el proyecto y sus sucesores, mediocres e “influenciables”, están derivando hacia una nueva mera comunidad económica. Necesitamos nuevos líderes decididos a sacar a la unión del marasmo actual e impulsar una auténtica integración. Si para ello deben abandonar el proyecto europeo algunos de los miembros actuales, de más que dudosa vocación europeísta, como el Reino Unido o los países escandinavos, tampoco se hundirá el mundo.
Mientras tanto, la vergüenza infinita de la actual emergencia humanitaria nos llena a todos de oprobio, de infamia, de ignominia.





