Las elecciones del 23J han dejado un panorama político maquiavélico en nuestro país, desmontando la inmensa mayoría de previsiones demoscópicas, que apuntaban a Alberto Núñez Feijóo como futuro inquilino de La Moncloa en detrimento de Pedro Sánchez. Se equivocaron todas, de manera involuntaria o de manera consciente, eso solo lo sabrá cada empresa sociométrica, pero la realidad es que con sus erróneas predicciones y sus consecuentes análisis jugaron un papel determinante en la opinión pública.
Como en cualquier sistema democrático, los españoles ejercimos el derecho al voto que nos garantiza el sufragio universal. Cada uno depositó su voto personal e intransferible en las urnas, con la intención de elegir a sus representantes políticos en las instituciones. Porque de eso va la Democracia, de que el pueblo tenga la opción de poder elegir quién quiere que le represente, quién quiere que administre los recursos públicos, quién quiere que marque el rumbo de su país, quién quiere que defienda el interés de la gran mayoría de los ciudadanos o quién quiere que represente la integridad del país. Pero, lamentablemente, en nuestro país, votar no significa elegir.
Porque si así fuera, si se respetara la voluntad mayoritaria de la sociedad, el presidente del Gobierno debería ser el candidato más votado. De hecho, así ha sido siempre en nuestro país durante esta etapa democrática que iniciamos hace ya más de 40 años. Todos los presidentes que ha tenido España a lo largo de este tiempo lo han sido tras ser el más votado en las urnas. Es cierto que algunos necesitaron alcanzar pactos con otras fuerzas políticas y buscar apoyos externos para ser investidos y gobernar, al no sumar la mayoría parlamentaria. Pero los Suárez, González, Aznar, Zapatero, Rajoy o incluso el propio Sánchez en 2019 lo hicieron desde la posición de líder más votado.
Es lógico pensar que quien consiga más respaldo ciudadano en las urnas sea quien asuma el papel de gobernar y negociar los apoyos necesarios para asumir las tareas de Gobierno. Y también sería respetuoso con la voluntad expresada a través del voto de todos y cada uno de nosotros que quienes han perdido las elecciones, quienes han obtenido menos votos que el ganador, asumieran su derrota, reconocieran el dictado de las urnas y facilitaran la gobernabilidad del país. Pero esto, con los actuales políticos, es una quimera.
Como también es una entelequia y no debería serlo que los dos partidos que representan el sentir mayoritario de la sociedad, con más de un 70% de apoyo entre ambos, se pusieran de acuerdo en un programa de mínimos que posibilitara el gobierno del más votado y así no tener que recurrir a socios minoritarios, con intereses localistas y, como vemos en el caso de Catalunya y Euskadi, contrarios incluso al propio Estado al que pertenecen. Que Puigdemont, un prófugo de la justicia española, cuyo partido reclama la amnistía y la independencia de Catalunya, sea la clave de bóveda de la gobernabilidad de nuestro país es el paroxismo de la esquizofrenia paranoide que afecta a la política en España en los últimos años.
Y lo peor no es eso. Lo peor es que se ríen de nosotros. Sánchez nos hace votar dos veces en menos de dos meses y ahora, con el galimatías que hay montado, nos dicen que no tienen prisa, que se van de vacaciones y que a la vuelta del verano ya buscarán alguna salida, si es que la encuentran. Y si no, pues a volver a votar otra vez, hasta que a alguien le salgan las cuentas.
Los autónomos que trabajan para poder llegar a final de mes, los comerciantes que levantan la barrera de su negocio, las familias que hacen malabares para afrontar los gastos escolares y conciliar la vida laboral con el cuidado de los hijos, los jóvenes con trabajos mileuristas y con dificultades de acceso a la vivienda, los mayores de 50 años con dificultades para encontrar trabajo porque el mercado laboral no les permite nuevas oportunidades, las mujeres que tienen que elegir entre la maternidad o su carrera profesional por la falta de políticas de protección e incentivación de la maternidad, en definitiva, la sociedad en general empieza a estar harta de la clase política. Y la desconexión de la calle con su representantes públicos es la antesala de la revolución.