Ya de pequeñito me enseñaron que el vaso se puede ver medio lleno o medio vacío. Mis padres no se cansaban de repetir que las cosas no siempre salen como uno espera pero que, como bien dijo Abraham Lincoln, “no hay que temer al fracaso, que no nos hace más débiles, sino más fuertes”. Digo esto porque, en estos apasionantes momentos que estamos viviendo, no puede negarse que llegamos a tener la tentación de tirar la toalla, dejarlo todo y bajar los brazos porque, echando un vistazo a la prensa diaria y a las últimas noticias de actualidad, nos preguntamos qué habremos hecho para merecer esto.
Las palabras más escuchadas y leídas durante estos días (podría decir meses…o años) son, entre otras, corrupción, crispación, destitución, dimisión, comisión, abstención…y nuevas elecciones. Todos los programas informativos completan su guion con constantes referencias a la Audiencia Nacional, a los posibles pactos de gobernabilidad de nuestro país y a la crisis en el seno de los distintos partidos políticos. Menudo panorama.
Queda claro que algo se ha hecho mal. Es evidente que los intereses personales más primitivos han pesado mucho más que el bien común. Ya decía Jean de Bruyère que “los puestos de responsabilidad hacen a los hombres eminentes más eminentes todavía, y a los viles, más viles y pequeños”. Pues bien, digamos que estamos viviendo tiempos de empequeñecimiento moral que nos obligan a reflexionar y actuar en consecuencia. Si somos conscientes de que cometemos errores y hacemos lo que está en nuestra mano para aprender de los mismos y no repetirlos, nada que objetar. Bienvenidos sean cuantos procesos judiciales sean precisos y cuantas delegaciones negociadoras y reuniones hagan falta, si han de servir para que tomemos buena nota de nuestros tropezones. Pero si todas esas iniciativas no hacen más que disfrazar una alarmante crisis de valores de todo el sistema, ciertamente, tenemos un grave problema. Es inaceptable llegar a pensar que, si nos hubiéramos visto en una situación semejante, con poder, con personas cuya frágil voluntad pudiera doblegarse a cambio de dinero, quién sabe si hubiéramos hecho lo mismo. No podemos creer eso. No nos lo podemos permitir.
Y es que se ha hecho mucho daño. Aquellos que ya han sido condenados por la comisión de un delito mientras presumían de estar trabajando por el bien común han hecho un flaco favor, ya no solo al conjunto de la sociedad, sino a una profesión honorable que en estos tiempos marcha estigmatizada y luchando por recuperar una mínima credibilidad.
Pero no busquemos soluciones en discursos grandilocuentes, porque al final recordemos que las respuestas a las grandes preguntas siempre las encontraremos en las pequeñas cosas. Todos sabemos lo que está mal y lo que está bien. Nos lo enseñaron siendo niños cuando nos peleábamos con nuestros amigos, cuanto jugábamos con nuestros primos y cuando afrontábamos los “grandes” problemas de la adolescencia. Nada nuevo desde entonces. Los valores que en aquel momento nos inculcaron y con los que crecimos, siguen siendo los mismos. Y quiero pensar que somos bien conscientes de ello y que, reconociendo nuestros errores, sabiendo que nos equivocamos, tomamos buena nota y aprendemos.
Nos corresponde vivir una etapa de cambio, todo un reto que debemos asumir y ser capaces de superar. Ahora se trata de estar a la altura. Todos. Cada uno en su terreno. Y no hacer de lo noticiable lo normal, lo habitual y ni mucho menos lo correcto. Me niego a pensar que tenemos tal crisis de valores; no puedo aceptar que entre todos no podamos enderezar el rumbo. Creo, sinceramente, que podemos hacerlo…y espero que no sea, simplemente, porque me gusta ver el vaso medio lleno.