Darse una vuelta por la Playa de Palma, desde s’Arenal de Llucmajor hasta aproximadamente el Balneario 5, es como un episodio de The Walking Dead, la serie de horror postapocalíptico donde los zombis se apoderan del planeta.
En el Arenal, legiones de alemanes en grupo, ebrios (que a duras penas se tienen en pie), que van caminando dando tumbos con una lata de cerveza en la mano, disfrazados o con camisetas de equipos de fútbol, con enormes cadenas doradas colgadas de sus pescuezos, gafas de sol de colores estridentes, a veces con un megáfono en la mano… todo comprado a los vendedores ambulantes.
La fiesta se la montan en el murete que separa el paseo marítimo de la playa. Allí se sientan, ponen sus altavoces a toda pastilla, cantan y beben como si no hubiera un mañana. Y allí dejan las botellas de tequila y las latas de cerveza cuando deciden irse.
El consumo de alcohol en la vida pública está prohibido, como todo el mundo sabe incluidos ellos, por más que los enormes carteles que indican la prohibición y especifican la cuantía de las sanciones, hayan sido tapados por completo con pegatinas. Nadie se preocupa de retirarlas, como nadie se ocupa de limpiar el paseo excepto una vez al día, como si la Playa de Palma fuera la calle de los Olmos, por decir algo.
Si consentimos que hordas de borrachuzos beban en la vía pública y se monten la fiesta en primera línea de playa, incumpliendo las ordenanzas municipales que prohíben el botellón, al menos deberíamos asegurarnos de limpiar sus vómitos, sus latas y toda la mierda que allí dejan.
La Playa de Palma es un estercolero que causa repulsión. Yo voy muy a menudo a caminar por allí y en sus cinco kilómetros de extensión, uno no termina nunca de sorprenderse, especialmente en los balnearios cinco y seis, donde se concentra toda la chusma embriagada desde el primer día que pisa la isla.
Lo más lamentable es que todo eso sucede ante la inacción de las autoridades y de sus agentes, que patrullan de arriba abajo sin multar a los incívicos turistas y muy raramente a los vendedores ambulantes.
Será que pese a lo mucho que nos venden el cambio de modelo turístico, el de borrachera es el único turismo que les interesa. Eso sí, a los hoteles y negocios de restauración los fríen a inspecciones, cuando está a la vista que el problema está en la calle y no en los hoteles, que suficiente cruz tienen soportando a tan molestos visitantes.