En primer lugar, debo advertir que escribo este papel digital el domingo 29 de octubre a primera hora de la tarde: cielo sereno en Barcelona, una tempertura de 23ºC y un silencio ensordecedor en mi barrio, sea cual fuere. Pongo fecha a mi escrito para que quede medianamente claro que, cuando se publique, si Dios quiere, el próximo miércoles primero de noviembre, las cosas pueden haber cambiado de manera radical o modesta. Todo va muy rápido; quizás excesivamente. Pero es lo que hay.
Afirmo que Catalunya es una fiesta porque, a día de hoy, no hay otro lugar en el mundo más o menos civilizado que goce de un ambiente político más interesante, más excitante, más apasionado en el buen sentido de la palabra. En los últimos días, la calle ha hervido, como las patatas o el arroz. Hace sólo una hora, ha terminado una ingente manifestación a favor de la unidad de España; hace sólo dos días que, desde el Parlament de Catalunya, se declaró la independencia de Catalunya respecto de España; hace el mismo tiempo que se ha aplicado el artículo 155 de la Constitución española; y hace cuatro días que los catalanes se manifestaron -también de manera masiva- en contra del encarcelamiento de dos personas de perfil pacifista acusados de sedición. Y así, todo. Háganme ustedes un favor y díganme ¿en qué país del mundo occidental se puede disfrutar de tan alto nivel de democracia como para que cientos de miles de personas se manifiesten en las calles, defendiendo ideas políticas absolutamente contrapuestas sin que arda una papelera, un container (no me gusta la palabra contenedor), sin que se rompa un escaparate de Louis Vuitton o del Banco de Santander o sin que un zagal resulte pisado por la multitud? Busquen, busquen, no lo encontrarán.
Por otro lado, la tan cacareada fractura social de la sociedad catalana no la veo por ningún lado. En mi entorno (vecinos de rellano, vecinos de edificio, vecinos de barrio, compradores y vendedores de tiendas y mercados, amigos o conocidos o cuñados o hijos y nietos) las conversaciones habituales suelen ser de lo más entretenido. Sean cuales sean las posiciones ideológicas de cada uno de los contertulios, los parloteos son de chirigota y regocijo sin que, en ningún momento, la tan cloqueada paz social muestre signos de debilidad.
¿Cuántos pueblos europeos e internacionales (como dicen en la COPE) desearían tener dos legalidades yuxtapuestas? Los catalanes, ahora mismo, disfrutan de dos gobiernos paralelos y, lejos de desear la siempre manifestada unidad, lo que piden es alargar, en el tiempo, esta situación tan curiosa, sí, pero tan guasona y apetecible.
Catalunya, en estos momentos, desea no interrumpir esta tesitura tan cautivadora que le permite, además, un desahogo y una parranda única en sus sorpresas y en su rotura de la tan aburrida rutina política. Cada vez que uno pone la radio o la televisión o -un poco más tarde- la prensa (aunque la prensa no se pone sino que se suele leer) se encuentra con una fascinación que no sólo le sorprende sino que le vuelve loco de júbilo por aquello de lo constantemente flamante que revoluciona lo inmediatamente anterior. Suspense, giros veloces de trama, cambalaches a la que saltan, regeneraciones de los ya antiguos discursos y pasmos a toda leche: ¡eso es vida!
Los catalanes no quieren intermediarios; no necesitan a nadie que se interponga entre el Estado español y la nueva República catalana. Porque quieren que nadie se interponga en su bienestar actual. Europa haría un flaco favor a la actual situación si pretendiera mediar en una situación del agrado de todos, cosa tan difícil de conseguir. Europeos: ¡quietos parados! ¡Dejadnos solos!
Una cosa importante: ni víctimas ni violencia. Eso sería imperdonable. Antes intervenidos que de rodillas.





