Desde hace más de un siglo los partidos de fútbol duran 90 minutos divididos en dos partes de 45 cada una. Aleatoriamente el árbitro puede prolongar esta duración reglamentaria en función del tiempo que, bajo su criterio, se haya podido perder y que nunca se corresponde con el juego real, pues el balón se para bastante más que esos llamados “minutos de la basura” que se conceden al final de cada período. Así que durante años y años a nadie se la ha ocurrido apoderar a los contendientes para pactar una tregua de un minuto mediada cada parte. Debe ser que los futbolistas de ahora sufren más que los de antes, que pisaban más patatales que alfombras de césped y pateaban o, sobre todo, cabeceaban una pelota de cuero encordada sobre un globo hinchado con aire y engrasada con una pija de cerdo. Tal cual.
Cada cambio ordenado desde la FIFA o la UEFA ha empeorado el espectáculo. Este último roza el ridículo. Si hay que parar el juego para que veintidós tipos de entre 18 y 35 años tengan que descansar por la temperatura reinante a las siete de la tarde de un día de verano, ¡apaga y vámonos!. Calor lo sufre el paleta que dobla el espinazo de sol a sol viendo a otros solazarse en la playa o el guardia civil o urbano que regula el tráfico en plena carretera embutido en un uniforme fabricado con tejido no precisamente refrigerado. Para sofoco, el de los propios espectadores obligados a hacer cola en la entrada de Son Moix para presenciar un pobre espectáculo a precio de función de lujo –25 euros un partido de Segunda B- en el que los protagonistas, pobrecitos, podrán detenerse a beber agua para evitar desmayos. Muchos aficionados no daban crédito a lo que veían. Al paso que vamos no se les permitirá ni pitar si la comedia no les gusta.





