Mientras el presidente del gobierno español culmina su periplo africano, en busca de una plaza otoñal en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, la fulgurante carrera de Pablo Iglesias Turrión se eleva por encima de la tierra, con aspiraciones de suplir al Dios Padre, a quien cuestionaría si en Él creyera.
El activista de la disidencia política y defensor de la desobediencia civil, a la que estuvo vinculado antes de que los medios de comunicación estamparan su imagen en una papeleta electoral, comienza a mostrar su imagen real con más celeridad de la presumible. Si el procedimiento democrático es consustancial con su impronta y argumentario, parece que éste resulta exigible sólo cuando el sujeto no es él mismo, a la que se le debe aplicar siempre el eximente de primera necesidad. Suplantar la norma transgredida por otra, que es postulada como más acorde con los intereses generales, es sólo un dogma de fe al que se renuncia sin pudor para que los objetivos particulares primen sobre los principios, que se pueden cambiar con la ‘grouchesca’ facilidad marxista.
Si su irrupción en el escenario del exquisito hotel Ritz fue disimulado con el mismo alegato falaz del que justifica una infidelidad, sus recursos retóricos no le bastaron para explicar por qué no se opuso a que privaran de su libertad de expresión a un indignado ciudadano que le formuló una incómoda pregunta y se valió de la miserable descalificación para laminarlo, como si no fuera igual la medicina cuando se ingiere que cuando se receta. Lo que nuestro mesiánico protagonista no previó es que las primeras críticas con fundamento le devinieran de entre sus filas, ya que el crítico no era otro que el heroico camarero del Prado que protegió a los manifestantes que rodearon el Congreso y que ha perdido su trabajo tras el incidente, sin que se conozca reacción alguna del líder chavista: el mismo que califica de “terroristas” a los que cuestionan las bondades del régimen que practica Maduro en Venezuela y que el madrileño preconiza como modelo de respeto democrático, porque le cobra. Proceso decisorio, que Podemos define para sí como asambleario, hasta que su líder decide presentarse como aspirante a presidir el Parlamento Europeo con el apoyo de los otros 51 diputados de la Izquierda Unitaria Europea, pero sin que ninguno, del millón largo de apoyos que le llevó a Bruselas, haya sido consultado sobre su pretencioso trampolín a la fama universal. Algo que no debería sorprendernos mucho tras las expresiones de incoherencia observadas en la elección de los cuadros directivos de la emergente formación de ‘l’enfant terrible’, la Primavera Europea de Compromís-Equo o la lista con la que fracasó el Movimiento Red de Elpidio José Silva. Todos ellos modelos de ejemplaridad (ironía) y contradicción.
Cuando usted lea estos párrafos, es probable que ya sepamos si el avión de la Fuerza Aérea Española, que debe trasladar de continente a Mariano Rajoy, le ha llevado sin incidencias y a tiempo de ratificar la propuesta del Consejo Europeo para que Jean Claude Juncker presida la Comisión los cinco próximos años y su rival, Martin Schulz, se queda sin fondo de pensiones antes de volver a moderar la primera mitad de la VIII legislatura comunitaria. Al menos, despejaremos algunos interrogantes en una crónica política e institucional que no nos ha dado tregua desde el pasado 25 de mayo y que seguirá siendo convulsa, tras el espléndido verano que le deseo.





