Escribo esta columna a trece mil kilómetros de distancia. Han pasado 21 años desde la última vez que estuve aquí, en la Patagonia chilena. Entonces, visité durante un par de días el Parque Nacional de las Torres del Payne, aislado y sin cobertura de móvil. Aquel 11 de marzo de 2004, al regresar a Puerto Natales, conecté el teléfono en la habitación del hotel y me entraron en unos segundos más de 50 SMS. Encendí el televisor, que tenía el volumen en silencio. En la CNN mostraban unas imágenes de algo que había sido un tren, y que ahora se reducía a un amasijo de hierros. Reconocí la estación de Atocha. En la parte inferior de la pantalla, corría el teletipo con los titulares de la noticia: «200 muertos en un atentado terrorista en Madrid», alcancé a leer en inglés.
Quedé espantado, y al mismo tiempo convencido de que había un error en la tira de texto. Al editor del informativo, con las prisas, se le tenía que haber colado un cero de más. «20 muertos», pensé, «qué salvajada». Entonces comencé a revisar los mensajes en el teléfono, y me di cuenta de que el error era mío. En un primer momento, mi mente se había negado a aceptar una tragedia de esas dimensiones en mi país y en la ciudad en la que había vivido hasta hacía sólo unos meses. Por eso tenía tantos mensajes, muchos de personas que pensaban que aún residía en la capital, y que no tenían noticias mías.
Esta semana he vuelto a pasar unos días caminando en soledad por una naturaleza descomunal. Cuando se siente en la cara el viento salvaje que desciende desde el glaciar Grey, a uno le entran dudas sobre el tipo de vacaciones que elige. Pero no quedaba otra alternativa que continuar sendero arriba hasta alcanzar el refugio. Aquella noche, después de cenar, me sentí un poco viejo. Los guardas de CONAF que vigilan la seguridad del parque, la mayoría treintañeros, se arremolinaron curiosos en torno a mi para ver las fotos que había tomado del glaciar dos décadas atrás. En aquella larga mesa de madera, yo era un señor mayor mostrando imágenes de un mundo que no volveremos a ver. A día de hoy, los jóvenes guardas calcularon más de trescientos metros de regresión de la masa de hielo patagónico, la tercera más grande del mundo, sólo por detrás de las de la Antártida y Groenlandia.
Los glaciares retroceden a gran velocidad en toda el planeta. Sin embargo, España avanza a buen ritmo. Esta vez, tardé cinco días en recuperar la cobertura de móvil. Al finalizar los casi cien kilómetros de caminata, encendí el teléfono y no me encontré dos centenas de cadáveres destrozados por varias bombas. Leí los titulares de la prensa nacional y eran, no sé si demasiado normales en una democracia avanzada, pero sí mucho más pacíficos. Sólo había detenciones de empresarios, fontaneras de partido y altos cargos de la Administración socialista; varias empresas públicas registradas y seis ministerios afectados por investigaciones de la UCO. Y, por fin, un reguero de dimisiones por denuncias de acoso sexual.
El viento había amainado a la mañana siguiente de mi llegada al refugio Grey, y pude alquilar un kayak para acercarme a la descomunal pared azul donde termina ese gran río de hielo. El crujido de un glaciar es unos de esos sonidos intimidantes e inolvidables, que ofrece la naturaleza. Ayer, recordé ese estruendo cuando leí cómo se está resquebrajando el PSOE por las denuncias silenciadas de mujeres que han padecido un trato denigrante por parte de cargos de su partido. Tiene su gracia que, lo que no consiguieron la entrada en prisión de sus dos últimos secretarios de organización, acusados de corrupción, lo haya logrado la bragueta bajada de Paco Salazar, saliendo de un aseo en Moncloa y subiéndose la cremallera a escasos centímetros del rostro de una subordinada.
Las críticas internas en el PSOE ya no son off the record, ni anónimas. El PSOE hace ruido, cruje por dentro, como un glaciar. Lo que no provocó el trinque a manos ellas de las personas con más poder en Ferraz, lo han movido unos guarros pendientes cada día del escote y el culo de las compañeras. Algo es algo.
A menudo, las cosas se ven con más claridad desde lejos. España empieza a ser esa obra de arte que precisa cierta distancia por parte del espectador para admirarla en todo su esplendor, para entender su contexto y reconocer los detalles que la hacen única. A mi, la bragueta abierta de Salazar me parece la metáfora perfecta y definitiva del sanchismo. Pedro Sánchez es el tipo que se mea en la piscina, y, cuando alguien se lo recrimina, contesta: «Venga, bah, si lo hace todo el mundo». Ya, Pedro, pero nadie orina desde el trampolín sonriendo al resto de bañistas. Sánchez lleva siete años paseándose por las instituciones con la bragueta bajada, en una demostración de soplapollismo inédita en una democracia liberal. Nada le avergüenza, le da igual todo, y su estrategia ante el colapso de su gobierno la resume en cuatro palabras: aguantar hasta que escampe. Como si la legislatura fuera un trekking por la Patagonia.




