Días atrás, durante el tercer Comité de la Asamblea General de N.U. se puso en cuestión la patria potestad de los padres y su papel en la educación sexual de los niños y adolescentes, considerados estos a partir de los diez años. El debate derivó en un enfrentamiento entre países que deseaban imponer que los progenitores tuviesen un papel similar a los maestros o sanitarios, o sea el Estado, y quienes reclamaban el derecho a educar a sus hijos de acuerdo con sus propios valores y principios. Repasar el panel del resultado de la votación resulta desmoralizante. Fue la pequeña isla caribeña Santa Lucia la que hizo oír su voz en primer lugar. El representante de una isla descubierta el día de Santa Lucia, 13 diciembre, por Colón se convirtió en el adalid en la defensa de la patria potestad frente a la opinión de un cúmulo de delegados diplomáticos, entre ellos el nuestro, que consideraba que los padres debían mantenerse simplemente a la expectativa ante el proceso educativo de sus hijos, tanto en el terreno sexual, como en la defensa de sus derechos, depositando ambos conceptos en poder de maestros o sanitarios. El papel de los padres debía quedar para la inmensa mayoría en su segundo lugar, al más puro estilo soviético.
Sin embargo, a la voz del representante de Santa Lucia se unieron las de los delegaciones de los países musulmanes. Estos, con Egipto a la cabeza, proclamaron, sin vergüenza, que la cultura africana respeta profundamente ese soberano derecho de los progenitores. Con el añadido de recordar que la Convención Internacional de Derechos del Niño señala el derecho de los niños a la tutela y protección de sus padres y el derecho de los padres a decidir sobre su educación en función de sus principios y valores. Ante tal situación los Estados miembros solicitaron votación y, ¡oh sorpresa!, EE.UU., Santa Lucia y Jamaica fueron los únicos representantes occidentales que votaron a favor del derecho de los padres a la patria potestad como facultad superior. El resto fueron países orientales. La proposición fue derrotada por el mundo oriental, no por el occidental.
Y es que semeja que los organismos internacionales están abocando al mundo hacia un pensamiento único del cual, no solamente no se puede salir, sino que es obligatorio entrar. Ejemplo: el borrador del Tratado de Libre Comercio entre la U. E. y Mercosur (Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay) incluye, bajo mano, la clausula de “fomentar la transversalidad efectiva del género”. O dicho de otra manera: la Unión Europea aceptara el tratado de libre comercio siempre que los países de Mercosur se comprometan con la ideología de género. Nos hallamos frente a un neocolonialismo, el del pensamiento único impuesto como condición.
Mientras ello sucede, merced a políticas más que reconocibles, los europeos han decidido no tener hijos, dado que prefieren seguir con su estado de bienestar que esforzarse con la crianza de hijos. Y los gobiernos no parece que estén en absoluto preocupados en darle la vuelta a la situación. Si la hucha de las pensiones está vacía, se echa mano de la fiscalidad. Y punto. El hecho de que en el R. U. el nombre más común ya sea Mohamed, o que en Francia se cierren iglesias católicas, tampoco parece que preocupe en exceso a Macron. Aunque no solamente se cierran iglesias católicas, en Duisburg, una de las ciudades alemanes habitada por más musulmanes, también se han cerrado iglesias protestantes, ahora mezquitas. Mientras el musulmán sigue con su sharia, firme, el occidental va jugando con la civilización recibida, imponiendo doctrinas de transversalidad o entreteniéndose en desfigurar — por no atreverse a eliminar — tradiciones tan ancestrales como la cabalgata de los Reyes Magos, estableciendo como motivo los inventos y los inventores, que, por los visto, debe ser una versión del espíritu navideño surgido de una presumible inteligencia de lo más sui generis. Y es que, como decía el clásico, “Stultorum infinitus est numerus”.
Y así, pasito a pasito, dejación tras dejación, imposición más imposición, no solamente estamos perdiendo partes importantes de nuestra soberanía nacional y personal, sino que nos coartan para dejar de ser lo que siempre fuimos, por la sencilla razón de no ser “políticamente correcto” levantar la voz ante ese adoctrinamiento sociológico. Con lentitud y con pasividad, fruto de la desidia, con una clerecía que parece más preocupada en la política que en la feligresía, con unos intelectuales que ni son escuchados ni, en ocasiones, se les oye, con unos medios de comunicación más absortos en mantenerse vivos que en trasmitir opinión e información veraces, Occidente, con Europa como mascarón, camina, primero hacia su absoluta descristianización, que es tanto como aludir al ateísmo, y abre sus ciudades al mundo musulmán. Un mundo y una civilización a la cual cerró puertas en Covadonga y en Poitiers. O sea, primero cristiana, a continuación atea, y, si no lo remediamos, finalmente musulmana. Un magnifico destino para nuestros hijos y nietos, según cree el Juncker y demás personajes adornados, al parecer, con un celestial don de moldear la vida de todo ciudadano occidental bajo la impronta de un transversal pensamiento único.