El nivel de los debates políticos que se producen en nuestra comunidad habla bien a las claras del de sus representantes de la voluntad popular, verdaderos palmeros de su respectivo jefe de turno.
Éstos han decidido que, cada cuatro años, debemos someternos a la tortura de asistir al espectáculo de la ciudad sin nombre, cosa única entre los casi dos millones de urbes del mundo. La discusión gira entorno a cómo carajo se llama la cosa ésta en la que vivimos.
Y es que el sol mediterráneo y el exceso de pensamiento nos invita a discutir cuestiones que resultarían inverosímiles en otras latitudes.
Porque, a ver, ¿a alguien le importa realmente cómo se denomine oficialmente la ciudad? ¿Cambiará usted la manera de referirse a ella porque el Parlament o el ayuntamiento en pleno acuerden tal o cual cosa? Como mucho, ese dato le interesa al rotulista y al impresor de la papelería municipal. Y, sin embargo, los partidarios de cada opción nos hacen creer que semejante chorrada tiene una grandísima repercusión en la vida de los ciudadanos. Resulta prodigioso.
Palma es Palma desde el 123 a.C., con el sustancial paréntesis del período de dominación musulmana y desde la conquista catalanoaragonesa hasta 1715, fecha en que se recuperó la denominación romana.
Los moros llamaron Madina Mayurqa –ciudad de Mallorca- a esta plaza militar del Mediterráneo occidental, y los catalanes se limitaron a traducir a su lengua este nombre. Durante más de ochocientos años, pues, Palma fue la ciudad de Mallorca, y aún hoy, aunque va cayendo lamentablemente en desuso, muchos mallorquines de la Part Forana y una minoría de palmesanos se refieren a la capital como Ciutat, a secas. A nadie en su sano juicio se le ocurre decir –vaig a Ciutat de Mallorca, salvo que esté, obviamente, fuera de la isla.
Para complicarlo más, el término genérico Palma tiene también distintas acepciones, al menos para quienes contamos cierta edad y no vivíamos hace cuarenta o cincuenta años dentro del antiguo recinto amurallado. De niño, mi madre me agarraba del brazo y me decía cosas como -anem a Palma a comprar unes sabates. Y no se crean que caminásemos mucho, quizás diez minutos, pues íbamos desde casa a ‘Tolete’, la zapatería infantil que había en Jaime III y que contaba en los años sesenta con adelantos tales como los rayos X para ajustar la talla del calzado a los chavales de la época. Nosotros vivíamos en Santa Catalina y, para los catalineros que me precedieron, y también para los de mi generación, Palma era lo que había más allá del puente de Sa Riera.
Hoy, seguro que mis hijos me mirarían alucinados si yo les dijera algo parecido, aunque de hecho vivamos mucho más lejos del centro de Ciutat que entonces.
Actualmente, no obstante, todavía los habitantes de los pueblos del municipio llaman Palma exclusivamente a la urbe, no se les ocurre decir que son palmesanos de Sant Jordi, de Establiments o de Sa Casa Blanca.
Hacer cuestión de alta política de la denominación oficial –que no tiene por qué coincidir con la popular- de la ciudad es, por tanto, absurdo.
El añadido “de Mallorca” tras Palma es, con toda probabilidad, de origen palmentero, es decir, creación de los servicios de correos a ambos lados del charco, cansados de que las cartas viajasen de un archipiélago a otro con excesiva frecuencia.
Y, aunque siempre me refiero a mi ciudad como Palma o Ciutat, tampoco me molesta en absoluto añadir “de Mallorca” cuando mi interlocutor es foráneo y necesita esa información adicional, o cuando quiero asegurar que el envío del producto que acabo de adquirir en la red me llegue puntual y no acabe en la Palma del Condado, en Palma del Río o en la isla de La Palma, aunque lo cierto es que la universalización del código postal numérico ha liquidado en gran medida esa conveniencia. Para Correos, ya ni siquiera somos Palma de Mallorca, hoy sólo somos 070.
En su día, alguien tan poco sospechoso de contaminación política como la profesora Aina Moll ya aclaró que le parecía indiferente que el nombre oficial fuera Palma o Palma de Mallorca, puesto que ambos habían sido de uso corriente y definían perfectamente el objeto. Hacer política con esto es, pues, una gilipollez supina y bueno sería que los palmeros de cada partido se pusieran de acuerdo de una vez en el nombre de la ciudad de los palmesanos.
Quizás el único debate respecto a esta cansina cuestión que merecería la pena tener y que hace cuarenta años que se obvia es el de por qué, al contrario de lo que hicieron las capitales vascas, aquí no hemos conservado con carácter cooficial la denominación histórica en catalán, Ciutat de Mallorca. Pero les aseguro que tampoco voy a dejar de dormir por eso.