Democra & cia

De un tiempo a esta parte evocar la voluntad democrática de un colectivo parece la piedra filosofal que convierte en noble todo lo que toca. Se ha convertido en el paradigma al que se refieren quienes quieren sobreponerse al imperio de la ley o el argumento que avala cualquier tesis que no se sostiene por sí sola. La cuestión es si, además de ser el menos malo de los fundamentos para la convivencia, es una verdad inmutable o una gema poliédrica.

Las variadas definiciones del término son incluso menores a las múltiples facetas con las que se representa la participación colectiva en la toma de decisiones. Liberal, censitaria, popular, directa, orgánica… pueden conjugar perfectamente con democracia, pero se expresan de muy distinta manera y con resultado dispar. Nadie duda de que la implicación personal en cada elección es tan óptima como quimérica y, por eso, hemos convenido en la eficacia que comporta la delegación del voto en compromisarios que nos representan.

La variable a despejar en esta convulsa etapa social es determinar el grado de fidelidad a la soberanía popular y el límite de atribuciones que les corresponden, pues el hecho de que una decisión tenga el respaldo de una mayoría, no tiene por qué validar su resultado. Si en una Junta de la Comunidad de Propietarios optaran por la insumisión fiscal en respuesta a la pésima gestión del Govern, estoy seguro de que la rigurosa Catalina Cladera respetará el resultado democrático y les eximirá de sus compromisos con la Hacienda Pública. El sentido irónico del ejemplo pierde fuelle cuando un colectivo, de mayor o menor envergadura, considera que una votación siempre legitima la aspiración a un derecho que no se posee ni individual ni colectivamente.

Sin abandonar Cataluña, tampoco deberían ser los militantes socialistas los que decidan la posición del grupo parlamentario ante un probable debate de investidura, pues tan legítima y democrática es la decisión del Comité Federal que la de los 190.000 militantes de los que presume el PSOE, porque ni los unos ni los otros han sido delegados para ese fin por los 5,425.000 votantes que han posibilitado los 85 escaños que pueden llevar a España, en el plazo de un año, a sus terceras elecciones generales. Además de que hace ocho meses, esa misma militancia sólo rechazó con un 21% el respaldo a los acuerdos para conformar un gobierno progresista y reformista con Ciudadanos. Algo que no tuvo en cuenta la antigua cúpula de Ferraz cuando, tras el castigo del 26J, miró directamente hacia los comunistas y secesionistas para componer gobierno o cuando se convocó al órgano con mayor autoridad entre Congresos para levantar una sola voz, que siguió polifónica cuando el Comité no apoyó la posición solicitada.

Expresiones de la democracia de pacotilla con la que algunas formaciones quieren elevarse por encima del resto saturarían el servidor en el que se almacena este escrito, pero ninguno tan elocuente como el que la franquicia de Podemos (quintaesencia del gobierno por y para la gente) nos obsequió en junio de 2015, tras cosechar un respaldo superior a 22.000 sufragios en las elecciones municipales de Palma. Como 170 de los 231 votos emitidos (el 07% de sus electores) decidieron contradecir la decisión del aparato de compartir un gobierno municipal presidido por un socialista, decidieron apodar el referéndum como “sondeo consultivo” hasta que veinte después, en una nueva asamblea, 3 de cada 4 de los 272 participantes decidieron lo contrario. Estos son los que boicotean una conferencia reclamando libertad de expresión o enarbolan con vehemencia la defensa de una democracia real.
Intérpretes de la voluntad popular son el pan nuestro tras cada convocatoria electoral, pero ese papel les debería estar vedado el resto de la legislatura en todo aquello que no forme parte del programa con el que concurrieron y no esté orientado al beneficio general. Los ciudadanos, todos, deben ser consultados en temas de gran calado y que no hayan sido expuestos con antelación, pero salvo asuntos internos de partido, el resto de posturas deben ser decididas por los electores o, en su defecto por nuestros representantes elegidos democráticamente, para cuyo objeto cobran una razonable soldada, no por una militancia que solo supone un 3% de los votantes y no los ha escogido nadie.

Optar por el sistema d’Hondt o el de Sainte-Laguë, por circunscripciones provinciales o estatal única, con sobreponderación territorial o proporcional demográfica… comportará necesariamente resultados diferentes, pero todos ellos democráticos. Lo realmente absolutista es tratar de cambiar, por un beneficio espurio, las reglas del juego a mitad de la partida o arrogarse frente a los demás la posesión de todas las esencias democráticas y hacerse el ofendido cuando los resultados solo ponen en peligro intereses particulares.

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