En cuestión de bichos —de bichos no humanos queremos decir—, los únicos que normalmente nos solían preocupar de verdad eran los mosquitos, en especial cuando llegaba el verano. Comparados con la mayoría de virus y de bacterias, y no digamos ya de coronavirus, los mosquitos mediterráneos de toda la vida podían llegar a parecernos hasta cierto punto incluso entrañables. Insistamos, hasta cierto punto.
La cosa empezó a cambiar un poco a peor en el último lustro, cuando vimos que comenzaba a ganar terreno en nuestro país el mosquito tigre, un díptero de esos que ya de entrada acoquinan un poco. Aun así, en honor de todos los mosquitos que en el mundo han sido, hay que reconocer que habitualmente se les ve o se les oye venir, que casi siempre van de frente, o al menos en zig-zag, y que te dan la posibilidad previa de poder defenderte con un buen insecticida, un repelente aromático o una mosquitera eléctrica.
Es cierto que en no pocas ocasiones esa primera línea de defensa no da finalmente el resultado previsto, por lo que llegan entonces las tan temidas picaduras y las subsiguientes rojeces, acompañadas casi siempre de diversas imprecaciones, blasfemias o palabrotas, que no reproduciré ahora aquí por si hubiera algún menor de edad leyendo este didáctico y educativo artículo. Por fortuna, un poco de agua fría o una buena crema suelen ser suficientes para que se recomponga rápidamente nuestro querido ejército de glóbulos blancos y podamos superar con éxito el daño causado en nuestra piel y en nuestro lenguaje por una posible picadura.
En el caso de las bacterias y de los virus, como sabemos bien, la cosa suele ser algo distinta y un poco más complicada, pues además de ser invisibles y silenciosos, son también más sibilinos y pueden llegar a dejarnos casi inermes si no contamos con los refuerzos adecuados. Lo importante es que esos refuerzos puedan llegar siempre a tiempo y que sean suficientes, un poco como ocurría con los soldados del Séptimo de Caballería en las películas del Oeste.