Circula por la redes un montaje fotográfico con dos imágenes: un avión abarrotado y una sala de teatro vacía. No resulta fácil de entender. En aquellos días oscuros de la pandemia en que frisábamos los mil muertos diarios íbamos a la compra. Comprendíamos sin esfuerzo la necesidad física de alimentarnos, y asumíamos un riesgo controlado. También comprendemos la necesidad de desplazarnos, y por ello nos subimos a un autobús, al metro o a un avión. En muchos casos esto tiene que ver con lo primero, es decir, la necesidad de trabajar para poder comer, incluyendo el mantenimiento de una industria turística que en España proporciona empleo a millones de personas.
Yo comprendo que cuando hablamos de necesidades físicas las del espíritu pasan a un segundo plano. Pero olvidar el alimento del alma supone embrutecernos sin remedio. Y una sociedad embrutecida no tiene salvación, ni económica en lo colectivo ni moral en lo individual. Porque el arte, como el deporte, es algo que va más allá del ocio y tiene que ver con la salud, en este caso la mental. Lo explicó hace años la artista francesa Louise Bourgeois cuando afirmó que “el arte es garantía de cordura”. En estos tiempos de furia intelectual y penuria material, ¿qué puede ser más importante que mantener la razón?
En estas semanas de reencuentros he hecho una relación de casas en las que me gustaría pasar el próximo confinamiento. Con el permiso de Charlize Theron y Pep Pinya, en los primeros lugares de la lista aparece uno de esos regalos en forma de amistad que de vez en cuando nos brindan las redes sociales. Joaquín es un hombre inteligente, culto, elegante, divertido, de izquierdas y nada sectario. Esta última cualidad lo convierte hoy en un espécimen singular, no diré en vías de extinción pero sí menguante en cuanto al número de ejemplares vivos en un país de bufandas y trincheras.
Joaquín lleva tres meses encerrado a solas en un trozo del paraíso en mitad del campo gaditano, rodeado de la nada en forma de grandiosa naturaleza. Lo ha llevado bien, pero el otro día lo sentí triste, y al tiempo emocionado. El hombre se pasó la tarde escuchando, uno tras otro, los cinco conciertos para piano de Beethoven, y claro, le venció la distancia y le sobrevino la melancolía. Pero lo más conmovedor fue su sentimiento de culpa, casi de vergüenza por hablar de música, de arte o exposiciones cuando falta pan en miles de hogares. Ese pudor de un hombre bueno representa el dintel de entrada a un territorio bestializado. Algo aún peor que el hambre.
La industria cultural merece la misma atención y ayudas que las demás, y no solo por motivos económicos. Existen cientos de ejemplos, pero volviendo a Louis Bourgeois, su obra autobiográfica es una exhibición impúdica de traumas y sentimientos dolorosos. Porque para ella “el arte no trata del arte. El arte trata de la vida”. En tiempos de incertidumbre, ese arte como terapia y sanación de los miedos se vuelve tan necesario como el pan de cada día. Al final de su vida, Bourgeois dividió los setenta años de su carrera artística en tres etapas: una obra temprana en la que quiso representar “el miedo a caer”. Otra de madurez en la que se vio capaz de elaborar “el arte de caer”. Y una obra final, que la genial escultora denominó “el arte de aguantar”. En eso estamos, resistiendo al ruido y la ira de los que creen necesitar nada más que alimento para el cuerpo, y no para el alma. Y aunque parezca abatimiento, Beethoven ayuda.