La epidemia de Ébola en África occidental sigue su expansión sin que las medidas puestas en marcha por los gobiernos, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y Médicos Sin Fronteras (MSF) hayan conseguido, de momento, contener su progreso. A 20 de junio hay más de 500 casos diagnosticados y casi 340 muertes, lo que ya convierte a este brote en el que más muertes ha provocado en toda la historia conocida de la enfermedad. Hasta ahora, el brote con mayor número de muertos había sido el primero, que se produjo en 1976 en la República Democrática del Congo y que se cobró 280 vidas.
En esa ocasión se trataba de una enfermedad hasta el momento desconocida, al menos para la medicina y la ciencia, pero ahora, casi cuarenta años después, aunque aun no disponemos de ningún tratamiento, ni preventivo ni curativo, sí conocemos la naturaleza del virus y sus mecanismos de transmisión, lo que permite tomar medidas destinadas a su control y a evitar su diseminación y, a pesar de todo, el brote no está siendo contenido ni controlado.
Es la primera vez que una epidemia de Ébola afecta a tres países y que no ha quedado limitada en zonas rurales, sino que se ha extendido a ciudades grandes, como la capital de Guinea, Conakry, o la de Liberia, Monrovia, lo que complica mucho su control. Además, muchas personas que han estado en contacto con enfermos o sus familiares y que pudieran estar contagiadas, no solo no acuden a los servicios sanitarios, sino que lo ocultan y suelen viajar a refugiarse a sus lugares de origen, lo que favorece la expansión de la enfermedad y dificulta su contención.
Esta reticencia a reconocer la posibilidad de estar contagiado y la negativa a acudir a recibir asistencia a los centros médicos habilitados por la OMS y MSF tienen diversas causas y una de las que más deberían preocuparnos es la profunda desconfianza de gran parte de la población hacia los europeos. Esta desconfianza es fácil de alimentar para algunos grupos políticos o religiosos, que extienden rumores falsos, a veces disparatados y absurdos, como que los médicos y sanitarios de MSF y la OMS están extendiendo la enfermedad de forma deliberada, o que hay una conspiración europea para liquidar las poblaciones de algunas zonas de África, para disponer de zonas despobladas para una expansión futura cuando ya no tengamos espacio disponible en Europa.
Deberíamos meditar seriamente sobre las causas de esta desconfianza y como contrarrestarla. No podemos caer en la explicación simplista y eurocentrista de un retraso cultural y una falta de capacidad de discriminación racional por parte de los africanos. Eso no es cierto. La desconfianza nos la hemos ganado a pulso a lo largo de los siglos y hemos de pensar en como empezar a invertir la situación y a establecer relaciones de mutua confianza, lo que nunca lograremos mientras los africanos sigan constatando que solo nos acercamos a ellos para explotar sus recursos naturales en nuestro beneficio y en el de sus elites corruptas.
Y no es una cuestión de religión. En Guinea, en Sierra Leona y en Liberia hay musulmanes, cristianos y animistas y todos nos miran más o menos de la misma manera.
Existe un riesgo indudable de extensión de la epidemia a los países vecinos, Guinea Bissau, Costa de Marfil y, sobre todo, Mali y Senegal, desde donde la posibilidad de diseminación hacia Europa sería una realidad muy preocupante. Debemos seguir colaborando con los gobiernos de los países afectados en el control de la infección, pero dejando el liderazgo a organizaciones y notables locales, de modo que la población perciba las disposiciones y esfuerzos como algo propio y muestre una mucho mejor disposición a colaborar y a aceptar las medidas y tratamientos necesarios.