El estado del malestar

Los reyes y los futbolistas se parecen en dos cosas: nadie entiende por qué ganan tanto por hacer lo que hacen y siempre responden a cualquier pregunta con obviedades.

Me referiré ahora a las obviedades monárquicas, porque el fútbol es demasiado serio para discutir en público.

Por suerte los monarcas parlamentarios no suelen pintar nada. Aunque se les reconozca una función simbólica, arbitral y moderadora, no dicen nada de su propia cosecha porque en el fondo a nadie le interesa mucho su opinión. Y si bien hay que reconocerles en algunos casos actuaciones en beneficio de los ciudadanos de su reino, lo normal es que su tarea se circunscriba a leer lo que les ponen delante, un texto siempre obvio y en línea con la política del gobierno de turno. Unos lo leen con gracia y otros son sosos hasta la exasperación. Pero, al fin y al cabo, no hacen más que su papel.

Así que cuando hace unos días el simpático Rey Guillermo Alejandro I de los Países Bajos, es decir, el marido de Máxima Zorreguieta, declaró que el Estado del Bienestar había muerto, no hizo sino confirmar lo que ya se sabía: el Estado del Bienestar, el mismo que nos garantiza una sanidad, una educación, unas pensiones y unas condiciones laborales dignas está muerto y enterrado. Si te gusta bien y si no también, porque esto es lo que hay.

Al anunciar lo obvio, Guillermo Alejandro pareció remover los cimientos de Europa. “¡Ha muerto el Estado del Bienestar!” gritaban unos; “¡No lo digáis muy alto, no sea que se enteren los ciudadanos!”, ordenaban otros.

Teorizado mucho antes, el Estado del Bienestar se implanta con decisión en la Europa arrasada tras la Segunda Guerra Mundial. Podría entenderse como un antídoto al sufrimiento de los 6 terribles años de conflicto que provocaron la mayor mortandad organizada que el ser humano haya sido capaz de generar y la mayor destrucción imaginable. Pero yo, humildemente, no estoy de acuerdo con esa suposición.

La implantación del Estado del Bienestar no fue sino una argucia de los llamados mercados, una artimaña de los que mueven realmente los hilos de esos muñecos de trapo denominados gobiernos.

El Estado del Bienestar debía ser el opio para el pueblo en una Europa desangrada que en buena medida podía acabar viendo en los tanques soviéticos y en el Libro Rojo de Mao un contrapoder real que se oponía a los que se habían enriquecido y se iban a enriquecer más gracias a la Segunda Guerra Mundial y a las tareas de reconstrucción de la asolada Europa.

En definitiva, y asumiendo el riesgo de simplificar demasiado mi idea, el Estado del Bienestar fue un instrumento más de la Guerra Fría, igual que la OTAN, el Pacto de Varsovia, la llegada del Hombre a la Luna o la proliferación de suficientes armas atómicas como para destruir miles de veces el planeta.

A cambio de una presión fiscal más o menos elevada sobre ciudadanos y empresas, el Estado asegura toda una serie de servicios esenciales que pasarán a ser de titularidad pública. Se aseguran al trabajador derechos laborales suficientes como para que no se considere un proletario sino un digno representante de la clase media-baja, con opciones de prosperar, y se establecen sistemas de pensiones sólidos que garanticen una plácida aunque algo precaria vejez. Aparece una auténtica cultura del ocio, y tiempo libre para disfrutarlo al reducirse las jornadas laborales y extenderse el derecho a vacaciones y festivos. El horizonte revolucionario, el paraíso comunista, queda relegado tras el telón de acero.

El colapso de la URSS a principios de los ochenta evidenció que era un gigante con los pies de barro y hambre en el estómago. Reagan venció en la Guerra Fría gracias a sus imaginarios proyectos de guerra galáctica, y Thatcher acabó con los poderosos sindicatos británicos a base de desprecio y porra.

El enemigo había muerto. Caído el bloque soviético ya no había ningún contrapoder, aunque fuera teórico. Era el momento de quitarse de nuevo la careta y los complejos.

Había llegado nuevamente la hora de los que hunden gobiernos, de los que acaban con sectores económicos enteros, de los que generan millones de parados sin inmutarse, de los que ganan siempre. La hora de los especuladores multimillonarios.

Tras quedarse sin enemigos, el especulador internacional debía promover el cierre definitivo del Estado del Bienestar. Ese dichoso Estado, tan protector del débil y tan cargante con los impuestos, ya había cumplido su penosa función.

Y han tardado unos años en enterrarlo, pero ya lo han conseguido. Por el camino han quedado Islandia, Grecia, Irlanda, Portugal, casi España y casi Italia. Pero el esfuerzo ha valido la pena.

La sanidad ya está en el mercado, igual que la educación, las infraestructuras, el transporte, la energía y cualquier otro servicio estratégico. El sistema de pensiones agoniza, la ayuda a la dependencia ha muerto y la protección de los trabajadores está finiquitada tras campañas de desprestigio de los sindicatos y tras conseguir cifras de paro en Europa, y especialmente en España, que nos sitúan en los peores momentos de la Historia.

“¡Quién quiera igualdad y justicia que se la pague!”, aúllan los defensores de la depredación.

Con seis millones de parados en España, se exploran las posibilidades del llamado minijob alemán. Es decir, cobrar 400€ por trabajar. “Mejor eso que estar en paro”, espetan sin rubor los especuladores internacionales a través de sus títeres. Claro, y mejor estar vivo que muerto, pero eso no es argumento para justificar una paliza.

Seis millones eran los parados alemanes el año en el que Hitler ganó las elecciones gracias al voto de los abuelos de los alemanes que ahora nos dan lecciones. Seis millones son los parados de hoy en España.

El resultado de esta aritmética de la desesperación no se va a hacer esperar. Una buena parte de los países europeos están empobreciéndose a mayor gloria de la especulación. Con millones de ciudadanos desprotegidos y en el umbral de la pobreza, los partidos extremistas están engrosando sus filas. En Grecia, la tercera fuerza política es abiertamente nazi. En Francia, el fascismo de Le Pen llegó a ser segunda fuerza. En Holanda, en Austria… gobiernan o han gobernado partidos de tinte racista. Berlusconi ha dirigido Italia a golpe de talonario, y hasta en los países nórdicos emergen con fuerza los partidos filonazis.

Por más obvio que parezca, el Estado del Bienestar, debidamente reformulado, es ahora la mejor garantía de estabilidad democrática, la última barrera contra la barbarie. Y al permitir su entierro, resucitamos fantasmas a los que solo les preocupan beneficios multimillonarios en euros, sin importarles lo más mínimo el coste social o humano. La guerra también es un negocio. Posiblemente el mejor.

Como decía Burke (no precisamente un tipo de izquierdas), lo único que se necesita para que triunfe el mal es que los hombres buenos no hagan nada.

Y frente a los especuladores agazapados tras las agencias de rating y los mercados será necesario que los hombres buenos hagan algo, antes de que sea demasiado tarde y algunos lleguen a creer que es mejor estar muerto que ser esclavo.

 

 

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