El domingo pasado me fui a comer un helado. Nada del otro mundo, un plan sencillo de esos que no necesitan excusas. Me apetecía algo fresco, dulce y de paso, pasear un poco por el centro.
Acabé en Fiordilatte, una heladería de toda la vida, en La Lonja. Lleva casi treinta años allí, aunque si uno no se fija bien, puede pasar de largo. No hay cartel luminoso, ni neones, ni música atronadora. Solo una puerta discreta, una vitrina bien cuidada y un señor mayor, de mirada tranquila y maneras suaves, que atiende con una cortesía de otro tiempo.
Pedí un helado sin muchas expectativas y, voilá: una maravilla. Sabor real, textura perfecta, equilibrio justo entre lo artesanal y lo honesto. De esos que te hacen cerrar los ojos un segundo y pensar: “esto sí”.
Y entonces recordé que a escasos metros hay otra heladería, más moderna, más ruidosa, más “instagrameable”. Esa que siempre aparece en Google como la mejor valorada. La de las colas interminables, los hashtags y las fotos en tonos pastel.
Por curiosidad —y un poco por justicia poética— decidí probar también esa. El resultado fue, digamos, previsible. El helado era correcto, bonito en apariencia, pero sin alma. Un helado para la foto, no para el paladar.
Y me quedé pensando en la paradoja de Fiordilatte: un producto excelente, cuidado con mimo, hecho con cariño… pero sin cola. Sin fans. Sin likes. ¿Por qué? Porque su dueño, que está a punto de jubilarse, no sabe de redes sociales, ni de algoritmos, ni de campañas de marketing. Él sabe hacer helado. Pero no ha sabido contarlo.
Y ahí está el meollo del asunto: no basta con ser bueno, hay que parecerlo. Hay que saber venderse.
Lo pienso y me da una mezcla de ternura y rabia. Porque este no es solo el caso de una heladería. Es la historia de tantas personas brillantes que han crecido creyendo que el trabajo bien hecho habla por sí solo. Que si uno lo hace bien, el mundo se dará cuenta tarde o temprano.
Spoiler: no es así.
En el mundo actual, el talento invisible es talento desperdiciado. Da igual lo mucho que valgas si nadie lo sabe. Y mientras algunos se empeñan en esconderse por miedo a parecer arrogantes, otros —mucho menos preparados— ocupan todos los focos porque han entendido el juego.
Venderse no es engañar. No es presumir ni inventarse méritos. Venderse es saber ponerle voz a tu trabajo, darlo a conocer, conectar con los demás. Es comunicar con claridad lo que sabes hacer, lo que puedes aportar, lo que te diferencia.
Y no solo en lo profesional. Saber venderse también sirve para defender una idea, para crear comunidad, para inspirar a otros, incluso para enamorar. En un mundo saturado de ruido, saber contarte con autenticidad puede ser lo que marque la diferencia.
No se trata de impostar ni de gritar más alto. Se trata de ocupar tu lugar. De apostar por ti. De no dejar que el miedo o la modestia mal entendida te silencien.
Ojalá más Fiordilattes entendieran que su valor merece ser visto. Y ojalá todos aprendamos a reconocer la calidad, aunque no venga envuelta en purpurina.
Porque a veces no gana el mejor, sino el que mejor se cuenta.