Solo la cúpula militar y el CNI se han salvado, de momento, de la remodelación del ejecutivo emprendido por el nuevo Presidente del Gobierno: el que más mujeres reúne, más carteras soporta y más polémica ha generado de la historia democrática de España.
En una semana donde se ha cesado al presidente de El Corte Inglés, al seleccionador de fútbol nacional y se ha dictado sentencia condenatoria contra el ex Duque de Palma, además de decretar su entrada en prisión, el Consejo de Ministros (incluido quien lo nombró) han acaparado más atención mediática que la humanitaria decisión de asilar a otros más de 600 migrantes, abandonados a su suerte en el Mediterráneo.
Pocas dudas quedan de que Màxim Huerta ha sido un excelente ejemplo de la pésima consejera que es la improvisación. Su controvertida trayectoria comunicativa, tanto en redes sociales como en su actividad profesional, han precedido la más corta etapa ministerial y dejadas en evidencia las prisas y fragilidad con las que se ha modificado la gestión pública en nuestro país. Mientras el foco se dirigía al género de sus integrantes y se aplaudía el buen aspecto de un Ejecutivo atípico, se descuidaba lo que había propiciado el relevo en la Moncloa y se caía en elegir modelos nada ejemplarizantes para la supuesta regeneración moral del Estado.
El que fuera responsable de Cultura y Deportes, solo ha sido el primero en mostrar su verdadero rostro, tras haber defraudado a Hacienda una suma indecente de dinero, pero no es el único cuya integridad está en entredicho. Elegir a un imputado como Ministro de Agricultura o falsear el currículo del propio Pedro Sánchez, quien subió a la Tribuna del Congreso como la última esperanza ética, dejan asomar las vergüenzas de una alternativa de gobierno poco recomendable.
Podremos compartir o discrepar profundamente sobre las primeras decisiones adoptadas por el Presidente y su gabinete, especialmente por los acuerdos alcanzados con los partidos nacionalistas para recabar su apoyo, pero no es disculpable la chapuza fabricada para contentar las ansias de poder de un candidato, que ha vendido su piel (y la nuestra) al diablo, pero que no ha ofrecido a la ciudadanía un programa solvente que resuelva los problemas reales de la gente y que, una vez pasado el efecto gestual y de ilusionismo, se está mostrando como un espejismo circense, con tintes cómicos propios de una corrala.