El rapto de Europa

Érase una vez un continente que en realidad no era un continente, sino un apéndice de uno enorme que es Asia. Sus pobladores originales eran unos primos hermanos nuestros , los neandertales, que poco después de nuestra llegada se extinguieron. Aunque no se puede decir con certeza que es lo que ocurrió, parece existir un acuerdo entre los paleoantropólogos en que no fuimos responsables, al menos no directos, de su desaparición. No parece que los sometiéramos a exterminio, sino más bien que nuestra competencia junto a otros factores ambientales y un posible debilitamiento genético de la especie, fue lo que condujo a que se desvanecieran en las brumas de la historia geológica del planeta.

Después le pusimos a este continente que no es un continente el nombre de la hija de un rey fenicio de la que se enamoró Zeus, que la secuestró bajo la forma de un toro de piel blanca, se la llevó a Creta y tuvo tres hijos con ella: Europa. Y puesto que no habíamos exterminado a nuestros primos neandertales, que habían cometido la indelicadeza de extinguirse por sí mismos, durante milenios nos hemos dedicado al (in)noble ejercicio de masacrarnos entre nosotros.

Después de miles de años de guerras, invasiones, matanzas, masacres y genocidios, llegamos al siglo XX y en su primera mitad, en dos conflictos paneuropeos sucesivos, junto a algunos menores regionales como la guerra (in)civil española, conseguimos arruinarnos casi por complet.

Cuando aun estábamos desescombrando nuestras ciudades e intentando recolocar a los millones de ciudadanos desplazados por las redefiniciones de fronteras y la escisión del continente en dos bloques ideológicos, unos cuantos políticos visionarios de Francia, Alemania e Italia decidieron que se debía iniciar un camino para que no volver a matarnos entre nosotros y así nació primero la Comunidad del Carbón y del Acero y, en 1957, se firmó el tratado fundacional de la Comunidad Económica Europea entre esos tres países y los tres del Benelux. Con el tiempo fueron añadiéndose países de la Europa Occidental, y los tratados fueron modificados para constituir una auténtica Unión Europea.

El riesgo de guerra, una guerra de aniquilación definitiva, persistía, pero ahora se debía más a la polarización impuesta por la confrontación entre un poder extraeuropeo, los Estados Unidos de Norteamérica y otro ubicado en Europa pero que siempre se ha sentido periférico, ha desconfiado de los europeos y se ha expansionado hacia Asia, Rusia, en aquel momento bajo el disfraz de Unión Soviética.

Durante décadas caminamos por el alambre del desastre, pero conseguimos evitarlo y, tras la caída del Muro de Berlín, la reunificación alemana y el hundimiento de los regímenes comunistas de la Europa Oriental, desapareció, por el momento, el riesgo de guerra aniquiladora y la mayoría de los países del antiguo bloque comunista se unieron a la UE.

A principios del siglo XXI unos cuantos de los países de la unión dieron un paso decisivo en la voluntad de integración al adoptar una moneda común, el euro, que implicaba una cesión de soberanía sin precedentes en la historia.

Esta debería ser, de hecho lo es, una historia de éxito. Tras milenios de matarnos entre nosotros, los europeos hemos conocido un periodo de 70 años sin guerra, algo absolutamente inédito en nuestros miles de años de historia. En este tiempo, las únicas guerras que ha habido en Europa, muy pocas, se han producido en países que no pertenecían a la UE. La unión ha conseguido crear una comunidad de paz, democracia, libertad, respeto a los derechos humanos y prosperidad sin precedentes en la historia de la humanidad.

Por supuesto, no todo ha sido ni es perfecto. Hay fallos institucionales, déficit democrático en las instituciones, exceso de burocracia y tensiones entre los estados y los ciudadanos, pero los logros de la unión son incuestionables e impresionantes.

Pero ahora nos ha pillado una crisis económica descomunal y hemos tenido la mala suerte de que coincida con unos dirigentes europeos mediocres, ineptos, incompetentes, pusilánimes, miedosos, cobardes y algunos indignos e incluso corruptos. De hecho, son directamente responsables de algunas de las causas de la crisis y de sus consecuencias. Ante los problemas no han sabido actuar como un grupo cohesionado, sino que han dado prioridad a los intereses particulares de cada país y para ayudar financieramente a los más perjudicados, en lugar de recurrir a mecanismos únicos paneuropeos, como hubieran sido los eurobonos, han preferido obligarlos a aceptar rescates en una condiciones draconianas y, para más inri, dando entrada al infame Fondo Monetario Internacional, cuya especialidad, como bien saben los sudamericanos, es estrangular a los países a los que dicen “ayudar”.

Todo ello ha provocado un alejamiento de muchos ciudadanos europeos del ideal de la unión y el surgimiento, o resurgimiento, de movimientos populistas, contrarios a la UE, de diverso signo ideológico y, lo más preocupante, algunos de extrema derecha xenófobos, ultranacionalistas y antidemócratas. Y lo que es peor, muchos europeos han hecho dejación de su derecho de votar en las elecciones al Parlamento Europeo y, con ello, han propiciado la invasión de la eurocámara por un conjunto de diputados antieuropeos de diverso pelaje, algunos muy peligrosos, cuyo único objetivo es la destrucción de la UE y una vuelta a la situación de exaltación de los intereses particulares de los estados-nación, con el peligro de que vuelvan los problemas históricos de confrontación y guerra.

Si se produce un nuevo rapto de Europa, en este caso no motivado por amor sino por odio, que acabe con la institución que ha conseguido el periodo más largo de paz de toda la historia de este continente que no es un continente, todos seremos responsables. Nuestros infames líderes políticos actuales los que más, pero los ciudadanos que hemos hecho dejación de nuestro derecho de voto y, con ello, consentido y favorecido el crecimiento de las hordas destructoras, también.

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